A Luis Martínez y Froylan Amaya, guerreros del tiempo que les tocó
Cuántas veces me he preguntado a mí mismo de dónde vienen las historias…. Por qué me empeño en contarlas si ellas pueden tejerse a sí mismas, si ellas tienen el don de explicarse, de crecerse, de llegar a tomar cuerpo y forma más allá de mis manos. ¿Por qué me empeño en contar lo incontable si soy un simple mortal que padezco los designios del tiempo, las penas del alma, la inconstancia perenne?... ¿A dónde voy con mis historias?
Ya sé que vivimos en un mundo de ruidos, que ellos llegan hasta nosotros también para explicarnos que estamos vivos, para hacernos saber que desde que comenzamos a sentir, allí dentro de esa cavidad oscura y húmeda que es el vientre primero, escuchamos, nos hacemos acompañar por ellos.
Pero estaba allí él, en ese sitio de sonidos extremos y pasados inciertos, al lado de la campana que en otros tiempos con sus toques llamó a misa y convocó a expurgar pecados y confesar penas. Había llegado como caballero andante quizás acompañado de sus más viejos escudos, esos que le hacían escapar siempre de la realidad dura de sus días, esos que le hacían irse de aquella ciudad que admiraba con sus ojos de guerrero desde la altura que le ofrecía el añejo campanario.
Estaba allí y lo custodiaba el rumor de las palomas, el ruido de las abejas que en una colmena cercana se empeñaban en hacer su miel. Y como siempre, estaba triste. Soñaba con una isla que no existió para él, porque fue de los que creyó alguna vez que en el hermoso castillo cabían todos. Se atrevió a ser diferente y le acusaron de cobarde, le auguraron que el trabajo enderezaría el árbol y tuvo que irse al surco para moldear el carácter y fortalecer el espíritu.
Por eso estaba en ese sitio, al lado de la campana. Intentaba saber si el ruido de las palomas, las abejas, la ciudad y sus gentes acallaban aquella tiranía tremenda, aquel sonido ensordecedor, aquel concierto desafinado de los acordes de sus penas. Ni siquiera el campanario y sus viejas historias de amores prohibidos entre monjas y curas le detuvo. Aquella tarde en que yo estaba allí, se fue hacia la ciudad por el camino más corto. Y aún el ruido, aquel ruido de su último grito cayendo en el vacío…. viene conmigo martillando mi mente, como la de los hombres y mujeres que en tiempos diferentes empujaron a otros a saltar desde otras alturas.
Desde entonces voy reguntándome a mí mismo de dónde vienen las historias…. Por qué me empeño en contarlas, si ellas pueden tejerse a si mismas, si ellas tienen el don de explicarse, de crecerse, de llegar a tomar cuerpo y forma más allá de mis manos. Por qué denuncio lo que muchos saben, si al final la vida cobra las cuentas a todos. ¿Por qué me empeño en contar lo incontable, si soy un simple mortal que padezco los designios del tiempo?... ¿A dónde voy con mis historias?...