viernes, 23 de abril de 2010

El muchacho de la campana


A Luis Martínez y Froylan Amaya, guerreros del tiempo que les tocó

Cuántas veces me he preguntado a mí mismo de dónde vienen las historias…. Por qué me empeño en contarlas si ellas pueden tejerse a sí mismas, si ellas tienen el don de explicarse, de crecerse, de llegar a tomar cuerpo y forma más allá de mis manos. ¿Por qué me empeño en contar lo incontable si soy un simple mortal que padezco los designios del tiempo, las penas del alma, la inconstancia perenne?... ¿A dónde voy con mis historias?

Ya sé que vivimos en un mundo de ruidos, que ellos llegan hasta nosotros también para explicarnos que estamos vivos, para hacernos saber que desde que comenzamos a sentir, allí dentro de esa cavidad oscura y húmeda que es el vientre primero, escuchamos, nos hacemos acompañar por ellos.

Pero estaba allí él, en ese sitio de sonidos extremos y pasados inciertos, al lado de la campana que en otros tiempos con sus toques llamó a misa y convocó a expurgar pecados y confesar penas. Había llegado como caballero andante quizás acompañado de sus más viejos escudos, esos que le hacían escapar siempre de la realidad dura de sus días, esos que le hacían irse de aquella ciudad que admiraba con sus ojos de guerrero desde la altura que le ofrecía el añejo campanario.

Estaba allí y lo custodiaba el rumor de las palomas, el ruido de las abejas que en una colmena cercana se empeñaban en hacer su miel. Y como siempre, estaba triste. Soñaba con una isla que no existió para él, porque fue de los que creyó alguna vez que en el hermoso castillo cabían todos. Se atrevió a ser diferente y le acusaron de cobarde, le auguraron que el trabajo enderezaría el árbol y tuvo que irse al surco para moldear el carácter y fortalecer el espíritu.


Por eso estaba en ese sitio, al lado de la campana. Intentaba saber si el ruido de las palomas, las abejas, la ciudad y sus gentes acallaban aquella tiranía tremenda, aquel sonido ensordecedor, aquel concierto desafinado de los acordes de sus penas. Ni siquiera el campanario y sus viejas historias de amores prohibidos entre monjas y curas le detuvo. Aquella tarde en que yo estaba allí, se fue hacia la ciudad por el camino más corto. Y aún el ruido, aquel ruido de su último grito cayendo en el vacío…. viene conmigo martillando mi mente, como la de los hombres y mujeres que en tiempos diferentes empujaron a otros a saltar desde otras alturas.


Desde entonces voy reguntándome a mí mismo de dónde vienen las historias…. Por qué me empeño en contarlas, si ellas pueden tejerse a si mismas, si ellas tienen el don de explicarse, de crecerse, de llegar a tomar cuerpo y forma más allá de mis manos. Por qué denuncio lo que muchos saben, si al final la vida cobra las cuentas a todos. ¿Por qué me empeño en contar lo incontable, si soy un simple mortal que padezco los designios del tiempo?... ¿A dónde voy con mis historias?...

miércoles, 21 de abril de 2010

De mi calle, errores, suciedades y recuerdos.


Miradla ahí, es mi calle.

Así está la pequeña arteria de esta ciudad donde por más de dos décadas he padecido las alegrías y tristezas de mi vida. Cuando era un niño, en sus aceras aprendí el arte de construir con mis propias manos una chivichana, una especie de vehículo sui generis hecho de madera y piezas de carros, con el cual me ensayaba como conductor. Allí intenté jugar a las bolas, hacer bailar los trompos, empinar los papalotes y molestar a la vecina del lado tan empeñada siempre en que mis pelotas no aplastaran sus plantas.

En esa calle me aventuré por primera vez a montar bicicleta y me debatí apegado a las rejas del balcón en mis días de adolescente soñador, sobre cuál rostro de los que pasaban por allí era el que me gustaba más y aspiraba a tener entre mis manos alguna vez. De ella he salido hacia ciudades cercanas y lejanas en mi tiempo de estudiante. De allí me he ido muchas veces a vivir otras experiencias, a vivir amores, a desentrañar misterios. A ella he vuelto siempre de todas esas andanzas con el alma llena, y siempre me alegré de verla, abriéndome sus brazos imaginarios y otra vez acogiéndome sonriente y feliz.

Sólo esta semana supe que por debajo de ese surco de asfalto agrietado viajaban también las aguas albañales de las 96 familias con las que hace todo este tiempo comparto mi vida. Las aguas que lavan sus cuerpos, las que limpian de ellos sus residuos de amor, las que trasladan los desechos del metabolismo humano, no pudieron aguantarse más dentro de la viejas tuberías de 25 años y decidieron salir a la superficie, para inundar el vecindario no solo con el placer de su compañía, sino con el encanto de su inconfundible aroma.

Dicen que la arreglarán pronto… pero ya no llego feliz a mi calle, después de muchas horas dedicadas al arte de contar noticias, y mostrar historias. Ahora veo a otros niños bordear con sus bicicletas los charcos y sortear los baches que inunda el agua de los amores y los desechos. Recuerdo entonces que parte de la vida es la suciedad y la podredumbre, y que yo, al igual que ella, he tenido épocas de inmundicias y desechos. Sé que a veces no he podido contener mis errores en los tubos de mi ser, y los he sacado afuera, para que purguen en la fetidez y el horror.

Esa que ved ahí es mi calle… y duele mucho saberla así … pero ella como mis faltas, es mía, me pertenece… y la amo.


miércoles, 14 de abril de 2010

El olor de La Habana.

Aunque muchos años tardé en descubrirlo ahora estoy seguro de que la magia de La Habana brota de su olor. Quien conozca la ciudad debe admitir que posee una luz propia, densa y leve al mismo tiempo, y un colorido inmenso, que la distingue entre mil ciudades del mundo. Ella fue desde su génesis el sitio donde confluyeron hombres y mujeres de muchas partes de la tierra. Sus días de fundación y primeras piedras se pierden en el tiempo.

El recuerdo de sus primeros habitantes se diluye en los vericuetos de la historia. Pero unicamente su olor resulta capaz de otorgarle ese espíritu inconfundible que la hace permanecer viva en el recuerdo, de cuanto forastero llega hasta sus predios. La Habana huele a mujer, a mar, a salitre. La Habana resume en sí misma la esencia de la vida, de la tierra, de las flores.


Ella mezcla el aroma de los camarones, los trozos de carne de cerdo, o el pescado que se fríe en el aceite, con el de sus autos, sus barcos y las muchas industrias que preñan su bahía de progresos y modernidad. Porque el olor de La Habana no es mejor ni peor, no es perfume ni es fetidez, y sobre todo no es puro, germina de la mezcla febril rezumada por una ciudad caótica y alucinante.