miércoles, 2 de noviembre de 2011

Radio Florida...mi presente

Hoy Radio Florida está de cumpleaños. 42 años pasaron ya desde que la materalización de aquel viejo sueño de vestir la verdad con palabras se retomara en la ciudad de gente alegre, industrias azucareras y parque de glorieta y árboles enormes. Hoy están de cumpleaños, hacen la fiesta, reciben el agradecimiento y la felicitación de sus oyentes, se proponen nuevas cosas por hacer, mientras yo asisto al jolgorio con una sonrisa en los labios, desde esta distancia tremenda a la que ahora mismo me somete la vida. Ahora mismo escribo con el corazón oprimido, con los ojos vidriosos, con el alma y el pensamiento puesto en ustedes, mis colegas, mis amigos, mis oyentes.

Recuerdo entonces aquel agosto en que llegué a esos estudios, en que comencé a debatir con los expertos acerca de los dilemas del guión, del buen empleo de la música, de cómo conjugar textos y efectos para sugerir siempre y hacer a la gente visualizar escenarios desde lo que escuchan. Recuerdo el consejo siempre certero de Frank sobre el tiempo en el medio, el de Guevara acerca de la prontitud de la noticia, el de Pedro Pablo sobre la necesidad de ser creativos. De Martha Martínez la eficacia para el texto breve de la web. Casi de inmediato aprendí con Carlos González cómo medir el tiempo de una cortina musical, con Marilín y Maribel como dar mejor entonación y énfasis al texto leído, con Arcilio que no hay reglas cuando se trata de crear, con Jose a hablar más despacio. Con Yane la química necesaria entre los artista, la belleza de de tantos proyectos juntos. Con Moraima la maestría, el talento, la exigencia.

En Radio Florida crecí y me hice el profesional que soy. Desde esos micrófonos siento que me gané a la gente, que fui por un tiempo parte de sus vidas, que viví con ellos aquellos días de luchas tenaces que nos toca por destino a todos los cubanos. En Radio Florida cubrí la llegada de ministros, entrevisté artistas famosos, resistí los embates de huracanes y otros desastres, hice entrevistas donde me temblaban las piernas. En esos pasillos estrechos a veces lloré, me reí, comencé a pensar en trabajos y proyectos que me merecieron premios, publicaciones, aplauso. También recibí regaños, sufrí en aquella reunión donde los que no comprenden siguieron sin comprender. Pero de todos guardo el mejor de los recuerdos.

Por eso en este 2 de noviembre que no puedo bajar a grabar mi crónica de abrazos y felicitaciones les regalo este texto. Sé que omito nombres, que falto a hechos, que las palabras no logran, no consiguen describir las emociones que ahora mismo embargan. Ahora que enseño radio en una prestigiosa universidad ecuatoriana, no se imaginan cuan cercano de mi sigue siendo el ejemplo de ustedes. Los hombres se construyen de pasado y de futuros, pero Radio Florida es mi presente, ahora que desando los sendero de América, ahora que soy también gracias a mi tiempo allí y definitivamente, un hombre mejor.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Ecuador, un año después


Un año ha pasado desde que llegué a las tierras de la mitad, desde que desando los caminos del Gran Inca, de Atahualpa, de Bolívar, de Sucre. Un año desde que avión de Copa Airlines despegó de La Habana, para oprimir mi corazón e iniciar entonces la mayor de las aventuras de mi vida. Me sorprende entonces de cuán rápido se va el tiempo, de cuan efímero es todo lo humano, de cuanto puede cambiarnos la distancia. Por eso en este año de ir y venir, de creer y descreer, de entender y discrepar, llega entonces el tiempo de recuento.

Viví mis primeros días entre sorpresas y alegrías. Me sorprendí en un súper mercado sin poder elegir entre 14 tipos de quesos. Disfruté de la intensidad de la pintura de Guayasamín en la Capilla del Hombre, de la destreza de los escultores y artistas de la Escuela Quiteña en los museos de la ciudad, de la arquitectura de la primera urbe declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad. Supe de la ferocidad de la derecha no conforme con que la izquierda gobierne, en aquel intento de golpe de estado el 30 de septiembre. Vi maltratos y sangre, fue horrible. Recorrí carreteras que parecen más obra de los dioses que del hombre mismo. Estuve en Guayaquil, la preciosa ciudad heredera de tantas tradiciones, con una identidad propia, con un futuro diferente. En 11 provincias ecuatorianas puse mis pies ya. Supe de volcanes con copas forradas por nieves perpetuas, de poetas que cantaron a la naturaleza y la historia, de músicos en los que vibra el más puro lamento andino.

En Ecuador experimenté los sentimientos encontrados que produce la distancia. Supe a veces de discriminación y agravios por venir de donde vengo, pero a todo me sobrepuse. Sufrí la intolerancia de quienes no me comprendieron en la isla. De lejos asistí a la titulación de grado de Máster de mi madre y mi padre, al fin de año, a las celebraciones por otro aniversario de la Revolución, al día de la Prensa Cubana, al primero de mayo. Muy triste estuve con la idea de que once meses después ya no podré portar un carnet de identidad o sentirme totalmente cubano, por medidas absurdas e intolerantes. Ahora siento que gente demasiado importante se me va, las pierdo entre mis manos, víctimas de mis decisiones y mis miedos. Sin embargo Ecuador me ha dado las emociones de nuevos amigos, las de socializar con periodistas de otras formaciones y corrientes. Ha sido el sitio que ahora me otorga la oportunidad de estudiar otro programa de Maestrías en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, una de sus más prestigiosas instituciones del continente.

Por eso en este 11 de septiembre de tantos recuerdos y añoranzas, miro atrás y ya no se qué cosa sentir. Han sido doce meses de conocer, entender, visitar, extrañar, comer, reírme, dormir, bailar, comparar, ayudar. Pero si me pidieron solo un verbo para calificar este último tiempo de mi vida, esta aventura en las tierras de la mitad del mundo, solo tendría que ser APRENDER, porque he aprendido como recién nacido. He sido el mejor de los alumnos de esa tremenda escuela que es la vida.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Luces rojas que regalan sonrisas…


Sus historias pueden ser como las nuestras. Sus sueños no son menos loables que los que hemos tenido alguna vez. Sus manos, sus trajes, y sus bolos arrancan sonrisas de quienes transitan por las calles de Quito, y se detienen en uno de los semáforos de las grandes avenidas. Son jóvenes, a veces hasta niños, pueden ser ancianos, hombres o mujeres. En sus cabezas cuelgan caracoles, trenzas enormes, drelos al más puro estilo jamaicano. Su atuendo es todo color, como anunciando el carnaval de ilusiones truncadas por una sociedad que les niega la oportunidad de crecer y desarrollarse por su incitación constante al consumo. No tienen escenario mejor que las esquinas, que las acercas, que los contenes de la urbe que se place de ser cuna de grandes pintores, escultores y hombres de pensamiento. Son los artistas de la calle, y para ellos regalo estas líneas.

Conocí a Cristam Alberto caminando por aquí. Vino de Uruguay detrás de una novia ecuatoriana que le rompió el corazón. Maneja con una destreza asombrosa cinco bolo, con los cuales dibuja sobre su cabeza las más impensables figuras. Trabaja en la intersección de las avenidas de Los Shyrys y La República, y tras la luz roja del semáforo, espera que su número le deje algunas monedas que al final del día le alcanzarán para pagar el hostal que comparte con sus amigos, y para comer algo. Sonia en cambio es una maestra del equilibrio. Su pelo peinado a la más ortodoxa de las maneras, se eleva por los cielos cuando hace una torre humana, coronada por sus paletas de llamas también moviéndose en todas direcciones. Julián es casi un niño. Tiene una nariz roja, unos zapatos enormes y puede caminar así por una cuerda casi tan fina como sus dedos. Muestra los ojos de la tristeza de los artistas mal pagados, pero lo hace para ayudar a su familia.

El circo de la calle en Quito no tiene carpa, jaulas o camerinos. No traslada animales exóticos. No se anuncia con un carnaval de cornetas, o con la algarabía de épocas anteriores. En los tiempos de los jets, las comidas para perros y gatos, en la era de los teléfonos inteligentes, las tarjetas de crédito, o los cosméticos cada vez más sofisticados, hay gente que hace de este arte el medio de subsistir, la vía para comer, para seguir aquí. Hoy una iniciativa de la Vicepresidencia de la República de conjunto con el Circo du Solei de Canadá, tratará de darle dignidad a quienes optan por el oficio de hacer sonreír. Mientras tanto ellos siguen allí, otorgando una peculiaridad a esta ciudad marcada por su condición de mitad. Y me sirven a mí, para evocar aquellos días en mi ciudad sin semáforos, donde el circo era toda una aventura, donde la gente tiene lo básico, donde viven y son más felices, y hasta sonríen, con menos que aquí.

lunes, 20 de junio de 2011

Por los puentes y los edificios altos de Alejandro

Se llama Alejando y tiene nombre de emperador, pero sus ojos muestran un mundo distinto al de las capas y el oropel. Su cetro es un manojo de cajas de chicles ordenadas en torno a un trozo de madera en forma cilíndrica. Su reino es el sitio de los ricos. Suele dictar sus edictos y sentencias en los alrededores de la Plaza Foch, en la zona de diversión de la ciudad orgullosa de estar en el centro del mundo. Se llama Alejandro y debería estar en una escuela en las mañanas, en una cama en las noches, en un parque los domingos, pero no ha podido irse a esos parajes imposible por las turbulencias de su época. Vive los días de su séptimo año de estancia en sus dominios, en los cuales nadie le exige impuestos ni le obliga a audiencias y consejos. Alejandro es eso, un rey de la calle, un chico que me ha enseñado esta vez el terrible rostro de la pobreza de nuestro continente. El rostro que se transforma en máscara que asusta, en disfraz que horroriza, en pensamiento que aturde, cuando lo descubres en los ojos de un niño.

Vino el monarca hasta mí mientras tomaba yo un café, en esos sitios donde suelen sentarse los ricos. Le pregunté por qué no estaba en la escuela y me contó que trabaja desde hace ya varios días para ayudar a su mamá. Quiere un día construir puentes y edificios altos, aunque aún no sabe pues su mama dice que mejor que trabaje la tierra y así puede ganar más. Sueña con tener un Ipod y que se le acaben pronto la mercancía en su cetro, para ir por más. Sabe donde es mejor parquear los autos caros que circundan por allí, sabe cómo puedo llegar a los principales museos y plazas de la ciudad, sabe incluso donde puedo encontrar ese polvo blanco capaz de hacerme ver caballos con alas girando y estrellas en medio de la neblina. Dice que su papa murió intentando llegar a donde viven los gringos y todo es mejor. Su mamá lava ropas y siembra la tierra, junto a sus otros cinco hermanos más grandes que él. Viene en bus a la ciudad desde un sitio innombrable. A veces pasa tres días sin volver. Está contento si alguien le compra una caja de chicles, y me recomienda no estar hasta muy tarde en ese café, pues por allí acechan los ladrones a esas horas en que me ve escribiendo.

A veces el disfraz con que suelen vestirse las metrópolis de América, ese vestido de autopistas alumbradas, centros comerciales o edificios de cristal empinados a las nubes, nos hacen vivir el sueño de los bueno, nos hace partes en ese estado de bienestar que nos mantiene ajenos al dolor y el sufrimiento. Pero ver aquellos ojos de Alejandro me hizo pensar en cuánto hemos conseguido allí, en el sitio de donde vengo. Mis primos no venden chiclet, están ahora en la escuela y de seguro construirán puentes, salvarán vida o enseñarán en un aula, si se lo proponen. Si hoy marcho seguro de que hay cosas que deben cambiar en la comarca de las palmas y el mar azul, son experiencias como estas las que me convencen de las que tenemos que luchar por seguir manteniendo. Por los puentes y los edificios de Alejandro, hemos de hacer algo para conseguir esa América que parece hoy impensable. Por sus ojos, que son mis ojos, que son los ojos de ese niño que todos una vez fuimos, algo hemos de hacer. No me conformo.

domingo, 29 de mayo de 2011

Aquel encuentro con Lenin


Tiene nombre de héroe ruso pero vive en las tierras del país de la mitad del mundo. Su cuerpo carga las huellas de los golpes de la vida, sin embargo el percance no amilana su vitalidad. Es el Vicepresidente Constitucional de la República del Ecuador, sin embargo su sencillez hace que te le puedas acercar, puedas conversar con él y admirar su amplio sentido humanista, su vocación de lucha por un destino mejor para los desposeídos de su nación. Yo le conocí en la sesión inaugural de la Cumbre Mundial de Comunicación Política, evento que en los días finales de abril convocó a especialista de una veintena de naciones y donde asistí como el único de los cubanos. Pude estar cerca de él en ese tiempo, y aunque en otros evento hemos coincidido, hoy me resulta difícil explicar las emociones de estar cerca de este hombre al que considero de una inteligencia envidiable, de un carisma superior, de una modestia extrema.

Lenin Moreno es una de las figuras más prominentes de Alianza País, el movimiento político que llevó a la presidencia a Rafael Correa y que hoy impulsa la Revolución Ciudadana en esta nación. Conocido en todo el continente por ser el impulsor de la Misión Manuela Espejo, la cual ha llevado hasta quienes viven en Ecuador la condición de la discapacidad, una luz de esperanza, un sitio diferente. No pierde el estadista la posibilidad de explicar sus propósitos, de hacer conocer a los demás los sentimientos que mueven la obra nueva, los principios en los que se fundamenta esta gesta de sonrisas devueltas, de sillones de ruedas que abren caminos, de camas que regalan sueños de futuros y sitios hermosos. Y en medio de todo eso no deja jamás Lenin regalar su bondad.

Aquellas horas con él fueron de las mejores experiencias de mis días de viajero en el centro del mundo. Habló acerca de la necesidad de dotar a la era del cambio de América Latina de nuevos enfoques en la relación con los medios de comunicación. Regaló a los asistentes, anécdotas de su niñez, comentó de los propósitos del movimiento para el futuro. Jamás he coincidido con él en evento público reunión o intervención en la cual comente de su obra mayor, y no mencione su agradecimiento y simpatía por los hermanos cubanos. Minutos pasaron y pude esta cerca de Lenin quien recibía en la proximidad de su conversación a varios periodistas del continente. No más mencionar esas cuatro letras que descubren el sitio donde nací, entonces su sonrisa dibujada en el rostro, el abrazo y el apretón de manos que conseguí eternizar en una fotografía que alguna vez colgaré en la pared.

Ecuador me ha recibido últimamente en la cercanía de la gente de su gobierno. Hace unos días asistí invitado a las actividades oficiales por el aniversario de la Batalla de Pichincha, y otra vez estaba Lenin junto a ministros, el fiscal general, asambleístas, y el propio presidente de la Asamblea Nacional. Últimamente he conocido cómo se hacen las democracias en los países capitalistas con su maraña de gastos en propaganda política, sus peleas ante las cámaras de televisión y sus descréditos en todas partes. Pero he sabido también de cómo puede la ternura hacernos admirar a los hombres, he sabido de la fuerza del abrazo, de la belleza de la bondad y la ternura cuando se trata de ayudar a quienes tienen menos. Desde aquí, después de conocer a Lenin, sigo creyendo en esas cosas que hacen que la palabra revolucionario vaya teniendo ahora nuevos sentidos para mí.

miércoles, 6 de abril de 2011

¡Viva Cuba¡ :entre telones, luces y aplausos




Para A y J, bailarines cubanos.


Se abre el telón y les veo salir. Al uno le conocí en uno de esos sitios prohibidos por quienes se dicen normales. Al otro le vi por primera vez cuando giraba en el centro del escenario. Al uno le sé sencillo y humilde en su talento, con el otro no he hablado jamás, pero le imagino soberbio y engreído por lo que posee. El uno es rubio como sueño hayan sido los príncipes medievales, el otro no puede esconder sus ancestros africanos por la forma de caracol de sus cabellos. La mirada del primero delata una picardía enorme, un afán por conquistar más que atención, más que aplausos, más que gritos al final de cada función. La del segundo en cambio ofrece seguridad, pasión, fuerza, vigor. Ambos arrancan aplausos de la gente cuando se cierran las cortinas, cuando se apagan las luces, cuando viene el tiempo de respirar. Los dos bailan en el Ballet Nacional Ecuatoriano. Los dos son cubanos. Los dos viven orgullosos de su isla. El uno es mi amigo, el otro lo será muy pronto.


Arian se fue del ballet de Camagüey un día, en busca de sus sueños de gran bailarín. De Jose no sé su historia pasada. Arian sonríe, mira a su pareja, establece un diálogo exquisito con quienes desde sus asientos regalan el silencio y la mirada. Jose vuela por los aires, mueve a su compañera, alza sus enormes pies de caballero andante. Sus pasos tienen una magia que ni yo me puedo explicar. Arian baila con los brazos, las piernas, los ojos, las pestañas, el aliento. Trae al escenario sus pasiones, sus dudas, sus deseos de soldado en tierra hostil. Jose también se ha curtido en la rumba y el guaguancó, por eso su cintura es látigo, su pecho es escudo, su nariz es espada, su espalda es paloma anunciando libertades por conquistar. No mira a la gente. Baila solo. Se ha creado su propio mundo.

Las manos de ambos son las de hombres fuertes, sus figuras de caballeros esbeltos me hace imaginar aquella rebeldía de Hatuey. Cuando Jose comienza a girar sobre sus pies interpretando un príncipe andino, no dejo de ver en sus curvas la ferocidad de Maceo. Cuando Ariam me regala la gracia de Sigfrido en el pax de deux de El Lago de los Cisnes, no puedo evitar pensar en la ternura de Agramonte. Ariam es Villena y sus versos de amor, Jose es Mella arengando desde la tribuna. Suena la música, se encienden las luces y todos vivimos el momento supremo. Cada historia contada en la escena nos dice del enorme poder de la danza para traernos pasados hermosos y anunciarnos futuros inciertos. Algunos después de verles, se atreven a decir que la compañía danzaria de Ecuador no sería nada sin la presencia de la gente de la tierra de las palmas y el agua por todas partes. Y eso me alegra, porque es hora de que muchos aquí comprendan que somos más que ropa extravagante en las calles, y maletas en vuelo directo a Rancho Boyeros.

Jose y Ariam, han sido la causa de este sentimiento de orgullo que me ha hecho escribir de un tirón estas líneas. Pero son más los bailarines cubanos que prueban suerte a la mitad del mundo. Ellos continuarán regalando aquí talento y virtuosismo. Mientras tanto yo regresaré a cada función, para desde mi asiento del teatro, darles mi aplauso y ese grito de ¡Viva Cuba¡, que siempre que cierra el telón, ahogo en mi pecho.

viernes, 18 de marzo de 2011

Con Pablo Milanés en Ecuador


Algunos días han pasado ya desde aquella noche memorable en la que hice real otros de los sueños de mi vida. Las horas se van, el tiempo no se detiene ni siquiera para mí, pero en mi recuerdo permanecen casi palpables aquellas imágenes de lo que fue mi encuentro con Pablo Milanés en Quito. Había llegado unos días antes y pocos medios de comunicación ecuatorianos se atrevieron a comentar el suceso. Llegó el Maestro con los malestares típicos de quienes viven a poca altura y entonces se someten a una prueba mayor al pasar sus horas a más de 2 mil metros y literalmente entre las nubes. Pero venía lleno de deseos y expectativas. Yo tenía que estar allí, por eso fijé en mi mente hora y lugar. Sería testigo de otro acontecimiento supremo, en las tierras de la mitad del mundo, haría verdad un sueño que nunca pude conseguir en mi tiempo en la isla.


El teatro El Ágora de la Casa de la Cultura Ecuatoriana fue el sitio para el concierto. Llegué a la seis de la tarde, creyendo que el tiempo que me separaba de las ocho de la noche sería perfecto para ser de los primeros en el coliseo y tener el mejor de los sitios para verles. Fui iluso. Quince minutos después se cerraban las puertas, y los que no alcanzaron a entrar fueron acomodados en la hermosa sala del Teatro Nacional, para ver el suceso en pantallas gigantes colocadas allí. Y ni siquiera todos pudieron entrar allí tampoco. A pesar de que la derecha se empeñó en ensombrecer la llegada de Pablo a Ecuador, no pudieron impedir el lleno total en ambos teatros. Media hora antes de que apareciera el poeta llegó Rafael Correa. Por primera vez lo vi tan cerca y es mucho más alto de lo que me imaginaba. Venía con sus ministros y alcaldes, no quería perderse el primer mandatario, la oportunidad de corear las canciones que por años han acompañado los sueños de la izquierda latinoamericana de la cual él se dice un representante.

Yo estaba allí cuando cantó “Yolanda” y entonces recordé a Giselle y mis días en Santiago. Luego vinieron a mi mente muchísimos nombres: Mariana, Celia, Vilma, Marilín, Moraima, Margarita, cuando “En nombre de los nuevos” retumbó en las paredes del teatro. “Las cosas que nunca tuve”, me siguen faltando a pesar de todas estas experiencias, a pesar de que ahora sé de Macdonald y Coca Cola, de autos modernos y quesos de catorce tipos en los estantes del Supermaxi. Pero el mejor de los momentos de aquel tiempo con Pablo en Quito, fue cuando su voz me trajo la idea cuanto “ amo esta isla, soy del Caribe, jamás podría pisar tierra firme porque me inhibe.”. No lo dudé. Corrí a abrazar la bandera que un grupo de los muchos cubanos que estamos aquí, trajo al concierto. Saqué el teléfono y llamé a mi casa. Pude hablar con mi madre, con mi padre. Pude incluso llorar con ellos de alegría o de tristeza, la verdad no sé. Los tres sentimos los acordes de la guitarra de Pablo, y de un lado y del otro fuimos felices todos en ese instante.


Las cosas que nunca tuve dicen que son tan sencillas como irlas a buscar. Yo tuve a Pablo conmigo aquí en Quito, y lo guardo ahí, entre los mejores momentos de mi vida.

miércoles, 9 de marzo de 2011

De Quito a Camaguey, a Santiago


Memorias de un día cerca de The Backstreet Boys.

Suele la mente obrar por mecanismos inesperados. Anoche he estado en tres ciudades a la misma vez. He sido testigo de la visita a Quito de uno de los fenómenos más representativos de mi época de adolescente. Aun recuerdo mis días de estudiantes en el IPVCE de Camagüey, cuando todos querían parecerse a ellos y abandonaban su pacto con los libros para ensayar hasta la perfección cada una de sus coreografías, tararear en los labios sus letras en inglés, y conseguir sus mismos cortes de pelo. La famosa banda The Backstreet Boys, el suceso musical de los años noventa, llegó al centro del mundo para ofrecer un concierto, el cual forma parte de una gira mundial que les hace unirse de nuevo, y les obligará a visitar otras naciones de este continente.

Aunque son muy blancos, poco entienden de español y sus ropas le hacen ver como chicos dueños de este tiempo, los integrantes del ahora cuarteto causaron furor entre quienes les recuerdan como una parte hermosa de sus vidas y no escatimaron tiempo y dinero, para disfrutar de la única de sus presentaciones en este país. Y es que sin apenas respirar el aire de la ciudad, atemperarse a su altura, o disfrutar de la lluvia que les dio la bienvenida en el aeropuerto Mariscal Sucre, los músicos burlaron el cordón de fanáticos que les esperaba en el aeropuerto para irse a a hacer la foto con un pie en el sur y otro en el norte. La noche les trajo el encuentro con su público. Ni siquiera el costo de 35 dólares de los asientos más lejanos a ellos en el Coliseo Rumiñahui, en un país donde el salario básico no rebasa los 260, impidió que aquello se colmara, que fuera el acontecimiento.

Y aunque el despliegue de luces, efectos especiales, la sonrisas de A.J. McLean, Howie Dorough, Brian Littrell y Nick Carter también a mi consiguieron cautivarme, no dejé de pensar en esa fuerza enorme de la industria cultural obligándonos en gustos y decisiones. Entonces viajé a aquel día en que fingí ser un técnico de audio de Tele Turquino en Santiago de Cuba, para conseguir un sitio aunque fuera de pie, en el regreso de Silvio Rodríguez a la más caribeña de nuestras ciudades. Y allí imaginando el espectáculo que sería tenerle a él en el Rumiñahui, agradecí por la posibilidad de haber nacido en una isla de verdaderos artistas, en una tierra pródiga en sonidos, acordes, creadores. De Quito a Camaguey, de Camaguey a Santiago, y de Santiago otra vez a Quito, sigo siendo un hombre con mucha suerte.

jueves, 3 de marzo de 2011

Últimos días


He estado ausente. Estos días de viajero a la mitad del mundo, han dejado de ser vertiginosos y cautivantes, para dar paso a una cotidianidad que pocas veces me muestra cosas trascendentes. Otras penas del alma, preocupaciones del pensamientos, análisis de pérdidas y ganancias, me han abrumado en los últimos tiempos, haciéndome imposible ese acto tremendo que es el de enlazar letras, formar oraciones, escribir. Sin embargo la verdad es que no me he detenido, que he seguido viviendo, que permanezco fiel en el empeño de beber hasta la última de sus esencias la experiencia de sentirme mucho más cerca de América.

Por eso les debo a mis amigos las líneas que ya no vendrán. El recuerdo del primero de mis fines de años fuera de Cuba. La experiencia de sentir que llegaba el primero de enero, la revolución cumplía otro aniversario y yo no estaba allí, para sacar el cubo de agua, sentir sonar los disparos de alegría, o abrazar a los míos. Fue un fin de año entre cubanos lejos de la isla, en el que no faltó el congrís, las yucas o el puerco en la púa, pero en el que las lágrimas al escuchar justo a la media noche las notas del Himno de Bayamo, me mostró que la Patria es algo que nos pertenece a todos y que a veces duele. En el primer día de este 2011 vi otra vez el Pacífico en su enormidad y volví a Quito, para asombrarme ante la magnitud de aquella cordillera que no sé por qué la gente de aquí, decidió llamar Los Andes.

Luego vino una vez más la experiencia de enseñar periodismo en Ecuador, de aprender de diferencias y consecuencias del capitalismo. La posibilidad de viajar a Guayaquil, la segunda de las ciudades en importancia política, y la cual crece impetuosa al margen del río Guayas, en uno de los más grandes entrantes de ese océano tremendo que custodia las costas de esta nación. La urbe debe su nombre a la leyenda de amor entre el cacique Guayas y su amada Kil, a quien prefirió asesinar el guerrero antes de verla vejada por los conquistadores. Otra vez la vuelta a Quito y la admiración desde el aire de los volcanes Chimborazo, Cotopaxi, Cayambre, Pichincha. La ciudad que crece impetuosa, el sitio donde vivo, sueño, y construyo futuros aun inciertos, es más grande de lo que imaginaba.

Pero también he perdido en estos días. Se fue Yuset. Mi mamá se hizo máster y no pude estar en su momento de éxito. Mis amigos más cercanos poco a poco se adaptan a ya no tenerme cerca y aumentan las distancias entre uno y otro mensaje. Y se me escapa el principal de mis apoyos, la razón de todos mis errores de los últimos tiempos. Ahora busca caminos distintos. También aquí, he sentido los vejámenes de ser extranjero en una tierra emisora constante de gentes a otras partes, pero intolerante a quienes en mayorías deciden venir aquí. Sin embargo no dejo de sonreír a toda costa, porque cada tropiezo o alegría, ha sido para aprender. Otros proyectos me mueven y me sumerjo en la literatura venidas desde sensibilidades de mujeres, y sueño con hacerme doctor en ciencias de al arte, y vivo pendiente del momento enorme de ver otra vez a los míos. Cuando medio año llevo fuera de Cuba, vuelvo una y otra vez a mí, y me reconozco un mejor Reinier.

Ese es el mejor saldo de estos, mis últimos días.