lunes, 20 de junio de 2011

Por los puentes y los edificios altos de Alejandro

Se llama Alejando y tiene nombre de emperador, pero sus ojos muestran un mundo distinto al de las capas y el oropel. Su cetro es un manojo de cajas de chicles ordenadas en torno a un trozo de madera en forma cilíndrica. Su reino es el sitio de los ricos. Suele dictar sus edictos y sentencias en los alrededores de la Plaza Foch, en la zona de diversión de la ciudad orgullosa de estar en el centro del mundo. Se llama Alejandro y debería estar en una escuela en las mañanas, en una cama en las noches, en un parque los domingos, pero no ha podido irse a esos parajes imposible por las turbulencias de su época. Vive los días de su séptimo año de estancia en sus dominios, en los cuales nadie le exige impuestos ni le obliga a audiencias y consejos. Alejandro es eso, un rey de la calle, un chico que me ha enseñado esta vez el terrible rostro de la pobreza de nuestro continente. El rostro que se transforma en máscara que asusta, en disfraz que horroriza, en pensamiento que aturde, cuando lo descubres en los ojos de un niño.

Vino el monarca hasta mí mientras tomaba yo un café, en esos sitios donde suelen sentarse los ricos. Le pregunté por qué no estaba en la escuela y me contó que trabaja desde hace ya varios días para ayudar a su mamá. Quiere un día construir puentes y edificios altos, aunque aún no sabe pues su mama dice que mejor que trabaje la tierra y así puede ganar más. Sueña con tener un Ipod y que se le acaben pronto la mercancía en su cetro, para ir por más. Sabe donde es mejor parquear los autos caros que circundan por allí, sabe cómo puedo llegar a los principales museos y plazas de la ciudad, sabe incluso donde puedo encontrar ese polvo blanco capaz de hacerme ver caballos con alas girando y estrellas en medio de la neblina. Dice que su papa murió intentando llegar a donde viven los gringos y todo es mejor. Su mamá lava ropas y siembra la tierra, junto a sus otros cinco hermanos más grandes que él. Viene en bus a la ciudad desde un sitio innombrable. A veces pasa tres días sin volver. Está contento si alguien le compra una caja de chicles, y me recomienda no estar hasta muy tarde en ese café, pues por allí acechan los ladrones a esas horas en que me ve escribiendo.

A veces el disfraz con que suelen vestirse las metrópolis de América, ese vestido de autopistas alumbradas, centros comerciales o edificios de cristal empinados a las nubes, nos hacen vivir el sueño de los bueno, nos hace partes en ese estado de bienestar que nos mantiene ajenos al dolor y el sufrimiento. Pero ver aquellos ojos de Alejandro me hizo pensar en cuánto hemos conseguido allí, en el sitio de donde vengo. Mis primos no venden chiclet, están ahora en la escuela y de seguro construirán puentes, salvarán vida o enseñarán en un aula, si se lo proponen. Si hoy marcho seguro de que hay cosas que deben cambiar en la comarca de las palmas y el mar azul, son experiencias como estas las que me convencen de las que tenemos que luchar por seguir manteniendo. Por los puentes y los edificios de Alejandro, hemos de hacer algo para conseguir esa América que parece hoy impensable. Por sus ojos, que son mis ojos, que son los ojos de ese niño que todos una vez fuimos, algo hemos de hacer. No me conformo.