viernes, 10 de diciembre de 2010

Un día con Alberto Granados


Tuve que venir a Ecuador para tener una tarde completa a Alberto Granados para mi. El hombre que compartió con Ernesto Che Guevara, la travesía de aquel viaje en motocicleta por cinco países latinoamericanos, estaba en Quito invitado por el Consejo Provincial de la Provincia de Pichincha. Había llegado con su familia para conocer el único país del continente nuestro donde no había estado. Venía lleno de sueños e ilusiones, ávido de tener nuevas experiencias, expectante ante las muchas leyendas y tradiciones que guarda la historia de esta tierra, contento de conocer las leyendas de Atahualpa, Eloy Alfaro, o ver de cerca las transformaciones que la revolución ciudadana impulsa en estos tiempos.


Y estuve con él aquella tarde en la que juntos debíamos conocer las ruinas de Cochasquí, un sitio donde los pueblos originarios de la etnia quitus-caras, construyeron unas pirámides encima de la línea del Ecuador, desde las cuales pudieron observar las estrellas, predecir eclipses y ser testigos de fenómenos naturales como un día sin sombras. Pero lo mejor de ese encuentro fue constatar el dinamismo y la vitalidad que aún sostienen a este bioquímico revolucionario y emprendedor. Con él corroboré una vez más que el Che fue el hombre que siempre creí, el latinoamericano normal, el ser humano capaz de emocionarse con la belleza del mar e indignarse con el maltrato a los mineros dueños de tantas vejaciones.


Fue el Guerrillero de América en aquellos días de motocicletas un enamorado de la vida y de las mujeres, un ser humano capas de suspirar ante la perfección de un verso, ante la majestuosidad del Pacífico, ante la lindura que se encuentra también en el horrible rostro de la pobreza. Me contó Granados de sus días de profesor en la facultad de medicina de la Universidad de Oriente en Santiago de Cuba, y me dijo casi en secreto, para no molestar a su esposa, que entre las cosas que más le gusta en la vida además de hablar del Che, están las mujeres y el ron. Juntos supimos en Cochasquí de la grandeza de los hombres de antes en estas tierras. Vimos sus construcciones, lo que fueron capaces de hacer, nos contaron de las ropas y tejidos que usaban, de sus juegos, de sus instrumentos musicales.


Aquella tarde definitivamente se quedó en mi memoria entre las cosas mejores de todas las que he vivido hasta entonces. Tuve que estar lejos de mi Patria, para tener emociones como estas, las cuales ahora crecen porque gente que me fue importante en un tiempo, gente que creí inteligente, ahora me acusa de disidente, de desertor y de haber cambiado en conceptos y perspectivas. El Che y todo su pensamiento continúan guiando mis pasos por estas tierras de América, cuando siento que cada vez estoy más cerca de estar en Rosario, en La Higuera, otra vez en Santa Clara. A Granados el agradecimiento por su tiempo, sus palabras, sus vivencias, a la vida por hacer que naciera allí, que formara parte de ese pueblo inmenso que lucha por existir y ser por sí mismo, más allá de las carencias, los bloqueos, los que no comprenden, y al Che, claro está, por continuar siendo guía tremendo de cada paso que doy, por estas tierras de América.

martes, 23 de noviembre de 2010

La Iglesia de la Compañía de Jesús, otra muestra de la grandeza americana.

Este continente nuestro sigue asombrándome por su riqueza y diversidad, por la belleza de sus lugares, por la exuberancia de sus paisajes, por las cosas que han conseguido hacer sus hombres y mujeres. Por eso en aquellos días primeros de mi estancia en Ecuador, no pude menos que hacer silencio, ante la majestuosidad de aquel templo construido por los sacerdotes jesuitas, el cual adorna la ciudad de Quito, esgrimiéndose hoy como la obra cumbre del barroco latinoamericano.


La Iglesia de la Compañía de Jesús, huella palpable de la riqueza que lograron tener aquí aquellos hombres de sotanas constructores de fe y nuevos mecanismos de explotación, fue inspirada en dos emblemáticos templos jesuitas romanos, el II Gesú y el San Ignacio. La nave central cubierta por una bóveda de 26 metros de altura, es un importante aporte a la arquitectura colonial de la ciudad Luz de América, del jesuita italiano Marcos Guerra, quien colaboró también con la construcción de las cúpulas ubicadas en las naves laterales y la mayor del crucero. El templo fue levantado durante unos 160 años, por manos de innumerables artistas de la Escuela Quiteña, quienes perpetuaron su habilidad y entrega, su paciencia y dedicación, su talento de manos indias y mestizas, para tallar y dorar en fina lámina de oro de 23 kilates, cada centímetro de la iglesia.

El sitio parece más un recinto de los dioses que de los hombres mismos. El oro por toda partes, la sensibilidad para tallar imágenes, la paciencia para levantar altares, el gusto para decorar y diseñar espacios, son evidentes. Al pincel de Hernando de la Cruz se le atribuyen los dos grandes lienzos originales del Infierno y el Juicio Final, ejecutadas en 1620. La fachada es una sobresaliente obra del estilo barroco, construida con piedra gris de origen volcánico. La leyenda cuenta del fugaz paso de Mariana de Jesús, la primera santa ecuatoriana, que se consagró en este templo y lo escogió para morar para siempre.

La iglesia tuvo una torre que en un tiempo fue la más alta de la ciudad. Un movimiento telúrico la derrumbó definitivamente en 1868. Durante los últimos años un fuerte proceso de restauración integral intenta devolver a este edificio el explendor de sus primeros días, aunque la verdad no necesita mayores artificios que ese regalo para la vista y el corazón que significa seguir las líneas de su fachada, y su conjunto general.

Así se alza la capilla eterna y tremenda para contarnos sus propias historias, para denunciar la injusticia de los españoles que enseñaron a los indígenas de por aquí a pintar, y luego no quisieron que estos firmaran sus cuadros por saberse superados en técnica y estilo. La piedra habla a los hombres de hoy, les dice cuan injusta fue a veces la fe, pero cuanto consiguió en ese afán de eternizarse como fuerza dominadora de pensamientos y acciones. Ante la grandeza de América y sus construcciones, volví a sentirme pequeño, volví a estar orgulloso de una tierra que se mantuvo propia, a pesar de imposiciones y dominios.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Un día para los muertos

Desde que hace millones de años el hombre del Neanderthal comenzara la práctica de enterrar a sus muertos, muchas son las interpretaciones que hemos dado los seres humanos a ese momento supremo en que los nuestros dicen adiós a la vida. Para unos no hay mejor homenaje que las lágrimas, las vestiduras de negros y la tristeza total, para otros las flores, las velas y el incienso se combina con comidas, alegrías y la posibilidad de recordar los gustos y preferencias del finado.


Este primero de Noviembre Ecuador rinde culto a sus muertos en una ceremonia que al menos a mí, me impresiona por su significado y trascendencia. Las familias van hasta los cementerios donde organizan verdaderos banquetes y donde al ritmo de la música salida de las guitarras, pianos o los más tradicionales instrumentos, comparten una bebida especial que deciden llamar “colada morada”, y una especie de pan, donde puedes adivinar cuerpos y rostros de niños y al que nombran “guaguas”. Es tiempo de fiesta y celebración y el recuerdo para esos que no están en el espacio físico de sus vidas, es el pretexto mayor para que se haga la fiesta.



Hasta los cementerios más intrincados del país llegan todos con flores, velas, plantas aromáticas y oraciones en nombres de planes y propósitos mayores. Avanzan por caminos polvorientos, por senderos diminutos o grandes autopistas. Van con plegarias, instrumentos musicales y envases de comidas. Para mí todo resulta extraño y conmovedor, para ellos un acto tan sencillo, como el de recordar, homenajear, rendir tributo.



Mis muertos descansan allá donde las aguas son más salobres, donde se entierran en ataúdes de pino sin muchos artificios, donde se hacen acompañar a veces de flores casi secas, por eso no tengo motivos para “colada morada” o “guaguas” en esta tierra. Pero estar, participar de esta locura que es el día de los muertos en Ecuador, me obliga a pensar en cuán distinto somos los seres humanos, me invita a reflexionar en cuál es el verdadero significado de ese momento supremo en que debemos decir adiós a quienes estuvieron sólo un tiempo en nuestras vidas. Continúo así, expectante e impresionado, por las bellezas de un continente que tiene en su gente el mejor de los atractivos. Sea este día, el tiempo para aprender, comprender, recordar.

martes, 19 de octubre de 2010

Unas líneas para el mar

Estas líneas se las debía al mar. He tenido que esperar a tiempos mejores de espíritu y sosiego para hacérselas como tiene que ser, como dios manda. Se las debía desde hace ya más de una semana cuando un mes después, volví a verle en su inmensidad, en la provincia de la costa ecuatoriana que todos llaman Esmeralda. Allí fue mi encuentro otra vez con esa masa de agua enorme que desde los más remotos recuerdos de mi vida me ha cautivado. Será por aquello de haber nacido y vivido la mayor parte del tiempo en una ciudad mediterránea, la razón que explica por qué vivo constantemente fascinado por el embrujo del sonido de las olas rompiéndose en la costa, el olor del salitre y el viento acariciando mi rostro.


A Esmeraldas llegué después de más de 8 horas en un autobús que me condujo por una carretera mas parecida a una obra de los dioses, que de los hombres mismos. Aquel es un paraje de la costa, donde la presencia de descendientes de africanos es notable. Hace calor y entonces la gente anda en sandalias, camisetas, shores y blusas cortas en cualquier sitio de la ciudad. Puedes escuchar que suena un tambor en una esquina, o sorprenderte con la risa estrepitosa de sus moradores, que se saludan de besos en las calles, que se reparten abrazos y no escatiman piropos para sus mujeres. La gente allí es sencilla y familiar, cosa que puedes notar andando por sus calles.


Famosa por su puerto, sus refinerías de petróleo, la belleza de sus playas cercanas que la convierten en un destino turístico del país, y la riqueza de una cultura que tiene a los elementos de la flora y la fauna como cosas esenciales, este enclave defiende su derecho a considerarse “La Provincia Verde de Ecuador”, por el cuidado que ponen a la idea de que hombre y naturaleza vayan juntos, protegiéndose y sirviéndose mutuamente. Es sitio de ríos vertiendo sus aguas en la inmensidad, es lugar donde se hacen nuevos puentes y carreteras, donde la revolución ciudadana del presidente Correa trae esperanzas y bienestar. No tiene el cosmopolitismo de Quito, no tiene las grandes avenidas ni los edificios altos, su encanto radica en ese mar acariciándola por todas partes, en ese río marcando los destinos de sus moradores.


Y a pesar de que en Esmeraldas me regalaron el placer de otra vez comer comida hecha por cubanos, de saber de la hospitalidad de una familia ecuatoriana, a pesar de que allí estuve a pocos metros de ese ídolo de la industria cultural que es Mirian Hernández en uno de sus conciertos, de que salí sin temor, de que hablé con la gente, y conocí de pobrezas e historias difíciles, lo mejor de aquel viaje fue mi reencuentro con el mar. El Océano Pacífico en su total inmensidad me regaló el verde de sus aguas, la ferocidad de sus olas, el gris perenne de sus arenas. Frente a su grandeza volví a recordar el Mar Caribe nuestro tan distinto. Medité en esa bendita circunstancia del agua por todas partes en la ínsula, que nos hace ver como terribles los viajes a otra parte, y que nos obliga a envidiar a quienes alguna vez lo consiguen.

Y fui feliz de conocerle porque el Pacífico fue para mí en esos días de Esmeraldas. Y aunque no pude mojarme en sus aguas, frente a él, sólo pude evocar las aguas mías, las de descubridores y piratas, las que atribuyen a Yemayá, las que son protagonistas de historias de vírgenes llegando sobre tablas de madera, las que supieron de héroes sobre goletas dispuestos a hacer la primera independencia, la de expedicionarios con barbas, las que guardan también en silencio los lamentos de otros que buscaron sueños menos nobles, pero sueños al fin lógicos y respetables, las aguas, mis aguas, que son mas cálidas, más tiernas, las aguas que aún me esperan desde el día en que me fui.

jueves, 7 de octubre de 2010

Aquella cosa horrible en mi garganta...

Memorias del intento de un golpe de estado en Latinoamérica.

El recuerdo del efecto de los gases lacrimógenos cocinando mis ojos, y las imágenes de los policías reprimiendo a los estudiantes universitarios en la Avenida América, son el recuerdo más vivo que queda en mi mente del intento de golpe de estado perpetrado contra Rafael Correa, presidente constitucional del Ecuador en el último día de septiembre.
Quiso el destino que fuera testigo yo, de sucesos antes leídos sólo en los libros, reflejados por otros colegas periodistas o simplemente relatados desde el lente de profesionales y artistas en otras latitudes siempre ajenas a las mías… Pero esta vez la vida me puso aquí, en el vórtice del apetito y la rapacidad de los oligarcas inconformes de nuestro continente.
Estaba yo bien cerca de mi patria cuando sentí el ruido de las sirenas. Policías y estudiantes se enfrentaban en un combate frontal y con la calle como campo de batallas. Los unos con balas de gomas, gases y la amenaza constante de hacer disparar sus fusiles y pistolas, los otros con palos, piedras, banderas con la imagen del Che y pañuelos sobre sus bocas.
Se anunciaba cadena de radio y televisión y todos pasaban de oído en oído la noticia. Era inevitables el caos y la desobediencia civil. Entonces las gomas quemándose, y los negocios cerrando, y las ambulancias hacia todas partes, y la sangre saliendo de sus cabezas, sus brazos, sus cuerpos todos. Minutos antes un presidente vejado en el cuartel de los chapas sublevados, un presidente secuestrado en un hospital, el caos en un país empeñado en hacer una revolución ciudadana que por primera vez dota a sus hijos de escuelas y hospitales gratis.
No voy a contar lo que ya todos vieron. Las imágenes dieron la vuelta al mundo. Sólo pretendo no olvidar el efecto de aquel gas horrible penetrando en mi nariz, aquella imagen atroz de un policía golpeando a un muchacho joven y de pelo largo, mientras se arrastraba por el piso intentando huir de sus manos.En ese instante supremo de mi vida, recordé mis días de universitario en la isla de las palmas y el mar azul, como me gusta siempre decir. Me vi eligiendo a los dirigentes de la organización que nos agrupaba, me supe organizando galas artísticas, compitiendo en aquellos juegos interfacultades donde la rivalidad era el pretexto para nuevos amigos y nuevos amores.
Sólo el efecto del gas en mi garganta cortó tales recuerdos. Fue como si una llama penetrara en tu boca y tu nariz y entonces te impidiera pensar. Sólo te aferras al oxígeno, como ha de aferrarse un león a su presa cuando le supera el instinto, la necesidad de alimento. Caes al suelo vencido por el miedo y el horror. Y los gritos de todos los decibeles, la gente como tú extendiendo sus manos como si el aire pudiera ser algo palpable, como si en ese momento anduviera dándose en ración y nadie quisiera perder la suya. Y todos preguntándose hasta donde es capaz de movernos el odio, hasta donde es posible que dejemos de reconocernos hermanos cuando mueven a los hombres sentimientos tan mezquinos.
Ahora que avanza Octubre y respiro un aire mejor, no me olvido de aquel mediodía de Quito donde fui uno más en sus calles. Aquella noche en Carondelet en que mi puño estaba allí para denunciar el atropello y la injusticia. Hoy buscan responsables, condenan posiciones y cada quien hace su propio relato de lo acontecido. Yo solo no puedo olvidar aquella cosa horrible en mi garganta, aquel intento de aferrarme a la vida, aquel pueblo alzado y en defensa de sus sueños y esperanzas.
Desde entonces entendí mejor a Cuba y me sentí más orgulloso de su gente, más feliz de que tengamos una tierra incomprendida y llena de muchos que no comprenden, pero tranquila, nuestra, única, tremenda.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Desde el centro del mundo


El pie derecho en el hemisferio norte, el izquierdo en hemisferio sur y yo en el centro del mundo. Nada ofrece la perspectiva y el entendimiento de la vida, como ese estar a la mitad de todo, como ese mirar desde el mismo medio de las cosas. Por eso ahora que fui al sitio en el cual los quiteños rinden tributo a la ubicación geográfica de privilegio con que los situó el destino, yo entiendo mejor este globo donde vivimos, y asumo de otra manera las actitudes, conductas y decisiones de quienes moran en él.
Allá me fui gracias a mis ansias de viajero incansable, a mis afanes de conocer todo cuanto pueda en esta vida, conciente de que es sólo un instante lo que nos toca a cada cual, y que hay que aprovecharlo al máximo. El parque “A la Mitad del mundo” me recibió en una de esas mañanas de Quito, en las cuales el sol anuncia un día de verano para ellos, similar al mas típico invierno de los cubanos. El encuentro con gente de pasado, presente y futuro, auguraba la mejor de las jornadas para mí.

No más llegar y ya estaba la enorme emoción de sentirme cerca de Cuba. El centro del mundo ha decidido hacer un espacio a Martí, y en una hermosa plaza se levanta su imagen, de mirada profunda y brazos abiertos sobre la piedra, como tributo perpetuo a este hijo de América, que soñó con la independencia y los deseos de unidad. Frente a su figura no pude menos que hacer silencio, y evocar la isla de las palmas, el mar siempre azul y la gente alegre, en donde nacimos los dos.

El monumento que marca justo la línea del ecuador, fue construido en el año 1979. Es un hermoso edificio de hormigón armado, con revestimiento de piedra andesita pulida. Se levanta 30 metros sobre el nivel de la tierra y en su parte superior, tiene un globo terráqueo con un peso aproximado de 5 toneladas. Dentro de la mole existe un museo donde el visitante puede apreciar una muestra de los distintos grupos étnicos que componen la nación ecuatoriana, y donde es posible comprobar la riqueza cultural de la gente de por aquí.

Para un cubano cualquiera estar en el centro del mundo es algo así como un sueño hecho realidad, como un momento importante, como algo supremo. Andamos tan acostumbrados nosotros a no entender de mitades, de diferencias, somos tan dados a definirnos de derechas o izquierdas, que tener los pies en los dos lados, fue algo fantástico. Por eso desde la altura máxima de aquel fascinante edificio, y a más de 2 483 metros sobre el nivel del mar, mire hacia la isla y otra vez fui feliz.

Estar en el medio no es tan malo, se los digo yo, desde el centro del mundo.


viernes, 17 de septiembre de 2010

En Quito una Capilla para el Hombre, una capilla para la Paz


Mantengan una luz encendida, que siempre voy a volver.
Oswaldo Guayasamín (1919- 1999)


Estuve ya en la Capilla del Hombre. Casi sin sacudirme el polvo del camino, como aquella vez hizo Martí cuando llego a Caracas y se fue a la estatua de Bolívar, yo fui a cumplir uno de los propósitos mayores de mi vida. El sueño de tener una capilla para la unidad de los hombres del mundo, de este poeta de la línea nacido el 6 de junio de 1917 en estas tierras que ahora me acogen, se hizo posible años después de su muerte. Sin embargo su espíritu vibra en cada piedra de este recinto, desde el cual puede verse una buena parte de Quito. Nadie como Guayasamín para entender la esencia del continente nuestro.
Nadie como él para traducir en figuras, sobre el lienzo, el sufrimiento de una tierra pródiga en matices, olores, y leyendas. En sus pinturas primeras aquel pacto suyo con el llanto, aquella necesidad de entender el dolor de la conquista, la marca de las dictaduras, la zanja profunda que en la historia nuestra hicieron las ambiciones individuales de quienes se creyeron próceres en este lado del mundo. Luego vino el tiempo para la ira, el grito contra toda forma de injusticia, la denuncia contra la guerra y las maldades humanas. Tal período dió paso entonces a un tiempo para la ternura, donde el sentimiento maternal y el canto a la paz son el centro de sus piezas.

Todo eso puede verse en La Capilla del Hombre, donde otros artistas de Ecuador se unieron para terminar lo que Guayasamín dejo inconcluso a su muerte, después de 79 anos de vida y de peregrinar por el mundo. En aquel sitio y a tantos kilómetros de la isla, otra vez sentí la emoción de venir de una tierra que le fue muy cercana al pintor. Tantas veces retrató a Fidel, tan hondo caló en su vida la historia de nuestra patria, que en la capilla no podría estar al margen de la invasión a Girón, o las memorias de sus muchas visitas al pequeño caimán.


Frente al mural de quienes colaboraron en este hermoso proyecto vi el nombre de Silvio Rodríguez y el agradecimiento al Gobierno de Cuba. Lágrimas no contuve en mis ojos frente al Árbol del la Vida. El sitio que en el patio de la Casa Blanca donde vivió sus últimos días este hombre, descansan en una vasija de barro sus cenizas. La Capilla del Hombre en uno de los barrios de Quito, hace honor a un ser extraordinario hijo de indio, de quien se cuenta que cuando chico mezclaba la tierra con las pinturas en busca de la textura perfecta para sus cuadros. Este recinto de silencio y denuncia, nos muestra el mundo interior de un artista que creyó que pintar era una forma de oración, pero también de grito.

Ante tanta majestuosidad yo agradecí otra vez a la vida esta oportunidad, y volví a sentirme orgulloso de cuanto ha hecho mi isla por hacer realidad esos sueños de paz y justicia que una vez alimentaron los días de Guayasamín. No andamos los cubanos tan lejos de ese espíritu que vibra en estos muros. Frente a la fuerza de sus piezas el canto de América aun resuena en mis oídos.

martes, 14 de septiembre de 2010

Entre las nubes.

Las nubes fueron siempre algo muy importante en mis fantasías primeras. De modo que ellas estaban en el cielo asumiendo las más caprichosas formas, mientras los meteorólogos se encargan de clasificarlas en cúmulos, cirros o estratos. Pero aquella mañana del 11 de septiembre del 2010, yo tuve tantas nubes para mí, que ni siquiera hoy alcanzo a creer cómo no me llevé alguna conmigo, cómo fue que las dejé escapar así y ahora las extraño tanto.



Salí de la isla justo al amanecer de este día, cuando medio New York recordaba las víctimas de los fatídicos atentados de las torres Gemelas, Chile hacía el homenaje a quienes murieron combatiendo el golpe de estado perpetrado por Pinochet, y muchos cubanos comenzaban a vivir un sábado de alegrías y diversión. Unas horas antes el abrazo a la familia, los besos a los vecinos, los consejos de la madre y hasta las incomprensiones de otros, que creí mucho más inteligentes y que no entendieron que es imposible cortar las alas a alguien como yo.


Por eso emprendí viaje a Quito, capital de la Republica del Ecuador, el sitio que diera cuna a Guayasamín, la tierra que hoy se empeña en una revolución ciudadana que ya transforma la realidad de la gente más pobre, la ciudad que vive orgullosa de estar situada en la mitad del mundo. Debía antes pasar por la patria de Omar Torrijos, por el lugar donde los afanes del hombre partieron en dos el continente nuestro, con un hermoso canal que hoy otorga agilidad al comercio mundial, y se muestra como una verdadera maravilla de la ingeniería.


Me vine cargado de sueños. Me traje un libro, un vaso, un bolso con la imagen estampada del Che y muchos deseos de vivir nuevas cosas. Pero de las emociones que me ha regalado la vida desde aquel 11 de septiembre, ninguna supera el momento en el que el vuelo de Copa Airlines levantó sus alas y me elevaba al cielo. Tenía las nubes en mis manos y la isla se hacia diminuta a mi espalda. La Habana me regalaba su Malecón, la cúpula del Capitolio Nacional, los barrios próximos a la terminal Tres del Aeropuerto Jose Martí. Y yo la veía a mis espaldas y sonreía orgulloso y agradecía a la vida el enorme privilegio de tantas imágenes que en aquel minuto preciso vinieron a mi mente.


Y a pesar de que ahora vivo mis días a mas de dos mil metros sobre el nivel del mar, me zumban los oídos constantemente, me abruman los tantos anuncios ofreciendo todo y a todos los precios, a pesar de que no veo por ninguna parte el azul de las playas, y que extraño demasiado el arroz con frijoles de mi mamá; agradezco a la vida la posibilidad de regalarme aquellos minutos entre las nubes, aquella visión última de mi patria querida, y el placer de saberme cubano aún, a pesar de la distancia, el tiempo, las incomprensiones.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Otro septiembre de mi vida

Septiembre fue siempre tiempo de comienzos para mi.
Septiembre de nuevos libros, de pañoletas de amigos de todas partes.
Septiembre de flores amarillas, Virgen del Cobre y velas quemándose.
Septiembre de huracanes, árboles cayéndose, y mucha lluvia.
Septiembre de viajes, de radio, de adoquines.
Septiembre de amigos, de cumpleaños de amantes lejanas, de historias que se cuentan.
... y ahora otra vez el calendario marcando la fecha en que pondré distancias en entre el pasado y los recuerdos , y yo con esta pasión desenfrenada, con estos deseos locos, con esta duda perenne en la cual convierto otro Septiembre de mi vida.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Regresos…

A MGV, el dueño de las fotos.
He vuelto a la ciudad de río enorme, puente de hierro y edificios antiguos. He vuelto guiado por el recuerdo y la necesidad de reencuentro. He ido al sitio donde nació una mujer capas de hacer renunciar a la corona a un príncipe europeo, a la ciudad que vio en el pequeño Wilfredo Lam, el talento suficiente para colectar dinero y enviarlo a Francia para hacerlo el más universal de los pintores cubanos.

Estuve nuevamente en las cercanías del muelle por el que salían vapores hacia todas partes. La ciudad que alberga en una de sus calles a la Villa de París, como recuerdo de la majestuosidad de otros tiempos. El lugar que dio cuna a Mañach, y punto de visita de Plácido, Lorca y las mismísima Sara Bernhardt.

Esta manía de andar por todas partes me ha llevado otras veces a romper zapatos, gastar las monedas de mi bolsa, y otra vez sentirme así, expectante ante lo que me promete el final del camino. Sin embargo esta vez lo sabía, y las emociones eran distintas a la de otros viajes.

Otra vez he visto la puerta de hierro, la imagen de la virgen inmaculada salida de las manos del padre del barroco español, el hermoso hotel ahora tapiado por una cerca de hierro, gracias a las plantas que crecen en su fachada.

Volví a la calle que perpetúa la memoria del descubridor de América, atravesé el parque que guarda los restos de los muchos héroes de batallas en aquella tierra pródiga en historias, leyendas y gente importante.
Y vi a mis amigos, a mis amores primeros, y recorrí los sitos donde me pasaron las mejores y peores cosas de mi vida, y me reí, y lloré, y tuve otra vez la posibilidad de soñar con futuros, con encuentros en ciudades lejanas, y aunque la lluvia dejó colgada en mis labios palabras de último minuto, yo agradezco este chance.

Porque lo mejor de volver, fue verte otra vez. Y aunque la blancura se adueñe de tu piel para hacerte parecer más irreal y etéreo, el silencio se haga protagonista de tus horas, aunque te debatas entre amores lejanos y los ahora más palpables, aunque yo cada vez esté más lejos de ti, vivo feliz porque son menos las razones para hacerme prescindir de tu letra, tu pensamiento y tu presencia. En este andar que muy pronto me llevará por otros caminos yo te recuerdo así, entre las mejores cosas de este eterno tiempo de regresos en el que después de ti convierto mi vida.

sábado, 28 de agosto de 2010

El día que más cerca estuve de las estrellas

Siempre quise tener una estrella.

Hubo un tiempo en el que creí que ellas eran bombillos colocados en el cielo. Por ese entonces vivía en una casa donde el techo de tejas antiguas no ofrecía seguridad para que los muchachos del barrio anduviéramos por allí y nos sentáramos a contarlas en las noches Tenía yo solo cuatro años y creía entonces que aquel cielo tan inmenso no tendría fin.

Pero los recuerdos de mi infancia son ahora muy difusos, en verdad he vivido más de 20 años de mi vida en la primera planta de edificio multifamiliar con demasiada gente encima todo el tiempo. Por eso mi encuentro con las estrellas tuvo que esperar tanto. Pero al fin lo conseguí y fue una mañana de junio allá en la capital de todos los cubanos, cuando me ensayaba de viajero, como tantas otras veces de mi vida. La Plaza Vieja del centro histórico de la ciudad del Malecón, El Capitolio y la Plaza de la Revolución José Martí, acoge una instalación hecha desde el buen gusto, donde ciencia y conciencia se conjugan para desentrañar los misterios del cosmos.

Aquel planetario regalado a quienes viven en la Habana o se atreven a visitarla, fue construido gracias a la insistencia de Eusebio Leal y con la cooperación de varios países del mundo, quienes pusieron a disposición de los especialistas cubanos, la más moderna tecnología para explicar los principales sucesos en el devenir de la formación de nuestros planetas y estrellas principales.

Frente a aquel espectáculo de la naturaleza recreado de manera magistral por hombres de ciencia en la isla, entendí cuán diminutos somos en el universo y sobre todo cuán importante resulta que cuidemos ese pequeño planeta que nos han dado por casa. Regresé a mis días de pequeño andarín, cuando miraba las estrellas intentando comprender de dónde venían aquellas luces que me regalaba la oscuridad de la noche. Y los supe allí gracias a explicaciones venidas desde el talento, la sensibilidad y la dulzura, las cuales jamás olvidaré.

Entendí incluso, cuan diminuta es nuestra vida, cuan corto es el tiempo que se nos asigna para conseguir cosas, y sobre todo el orgullo de lo que puede significar soñar mucho con algo y verlo finalmente conseguido. Y me sentí pequeño ante ese universo sobrecogedor del que somos parte, y como Martí pensé en “la estrella que ilumina y mata”, y evoqué aquella imagen del poema de Dulce María donde incita al hermano amado a poner las manos para robarse una estrella venida del cielo.
Y es que han sido tan importantes las estrellas en mi vida que después de aquella visita a este santuario de la ciencia y el conocimiento, ando incesantemente buscando la mía.

sábado, 19 de junio de 2010

Mensaje de junio para el hombre mecánico

Al hombre mecánico lo encontré un día de junio en la ciudad de ríos enormes, puentes de hierro y palacios derruidos. Había salido del taller de cosas inservibles, para vivir su propia historia de tornillos, tuercas y sonidos de metales crujientes. Venía con una capa negra sobre su cuerpo, haciendo sonar siempre aquel mecanismo inentendible de piezas nuevas y viejas, de manos y brazos enormes, de dedos siempre uniformes y hermosos. Antes había vivido el hombre una infancia feliz, entre trozos de camiones usados en zafras de metas infructuosas, o en la compañía de aquellas verjas y capiteles que de tan amadas se hicieron suyas con el tiempo.

El hombre mecánico amó las letras desde chico, el francés, la historia, la aventura. A fuerza de lucha y tenacidad, dio sus primeros pasos por la vida. Se levantó de la esquina fría y caminó sin vacilación por senderos siempre difíciles. Se armó de libros, de poemas, de imágenes que fueron eternas después gracias a su sensibilidad y su talento. Recibió entonces la incomprensión de quienes le eran cercanos, el reproche de quienes no entendieron que detrás de aquella amalgama de piezas conectadas por los caprichos de la vida, palpitaba también un corazón de hojalata dispuesto a regalar a los demás lo mejor de su savia.

Al hombre mecánico hubo tiempos en que le flaquearon las fuerzas, entonces se hizo de corazas para que el acero de su cuerpo no lo oxidara el salitre, o el viento perenne de la ciudad donde habita. Hasta su antiguo taller se llevó muchas veces a algunos viajeros que se aventuraron a acompañarle, en una búsqueda siempre infructuosa de un poco de ternura, para su vida de constantes ajustes, desniveles, y nombres troquelados sobre su cuerpo.

Otras peripecias le obligan a ajustar constantemente el mecanismo de su existencia, en una lucha contra el tiempo, que ni siquiera las miles de tuercas, tornillos, o arandelas que introduce diariamente en su estructura evitan que sus piernas sean ya menos duras, y que sus ánimos sean mejores. Pero el hombre mecánico batalló a toda costa y se hizo grande. Creció a la par de las historias que vivió y tiempo después pudo contar, en un espacio creado para sí y para los demás.

Y aquella noche de junio yo y el hombre mecánico desandamos los caminos de la vida. Nos encontramos en un diálogo fértil y feliz que nos llevó por senderos de montañas en bicicletas sin sentido, que nos convidó a saltar juntos barreras y obstáculos, a mojar nuestros cuerpos en las aguas de los ríos o en los mares donde descansan barcos de hierros, que nos hizo creer en la eternidad de la amistad, en el valor del amor, en la importancia del respeto y la comprensión.

Y un año después aun yo busco al hombre mecánico en la inconsistencia de su taller y le veo venir siempre sonriente, articulando aquellos mecanismos que en un tiempo me hicieron creer que también yo podía volverme de acero, que en una época me hicieron soñar, y que me invitan, cada vez que amanece, a pensar en cuanto hemos de aprender de las leyes de la mecánica, en la eternidad de las máquinas, en la belleza de ese crujido de metales cuando mueve su cuerpo.

sábado, 5 de junio de 2010

El teatro de mi vida


Otra vez la ciudad de Camaguey vibra por el impulso de los hombres y mujeres de las tablas. El Décimo Tercer Festival Nacional invita a que estemos cerca de este arte, en un encuentro que suele ser siempre cautivador e interesante. Teatristas de muchos sitios de la isla de palmas y la gente alegre, inundan los espacios habilitados para regalar jornadas inolvidables, hacerte vivir historias y sobre todo mostrarte que el mundo no sólo se reduce a la expresión triste y alegre que nos muestran las caras con que identificamos la pasión que tantas horas arrancó a Esquilo, Sófocles, Shakespeare o Ibsen.

El teatro ha sido en mi vida fuente inagotable de pasiones, de buenos momentos, de historias inolvidables. Aún me recuerdo en mis días de infancia cuando en algún momento me atreví a seguir los impulsos de la instructora Rosa de la Casa de Cultura de mi pueblo, para aventurarme a interpretar personajes y vivir en mi piel las historias de príncipes y guerreros al rescate de princesas. En aquellos empeños infantiles presumía siempre yo de ser héroe, y confieso que secretamente llegue a enamorarme de la bella Helen, que hacia pareja conmigo en aquel drama de hadas madrinas, castillos encantados y brebajes hechizantes.

Tiempo después el teatro me sorprendió otra vez caminando por las calles de aquel Santiago de tambores y cornetas chinas, en mis años universitarios. Hasta el Cabildo Teatral o la Sala Macuba solía irme yo con mis amigos de aquella etapa, o a veces solo, para comprender las historias que por medio de las puestas hasta mí llegaban. Otras situaciones de mi vida me acercaron inevitablemente a quienes aman el teatro y lo estudian, y entonces lo amé y lo estudié también yo.

Porque es imposible no emocionarse. Existe una magia allí entre quienes interpretan y quienes asisten. Las historias van contándose entre gestos, miradas, matices de la voz, y uno ya no puede escapar, hay que vivir cada escena así, con la intensidad de las cosas efímeras, con la pasión que sólo propicia lo irrepetible. En cierto modo los seres humanos hacemos de la vida también un escenario, en el cual no podemos evitar construirnos personajes. Andamos así sobre las tablas imaginarias de la cotidianidad, con el telón de los prejuicios y las desventuras de fondo, y alumbrados por los sueños y las esperanzas de otros tiempos mejores.

Al teatro grande que es la vida asistimos todos, a veces mejores o peores vestidos, con los textos aprendidos de memoria, u obligados a improvisar de momento, vamos consumiendo puestas, ganando aplauso o abucheos. La hermosa Camaguey acoge ahora su fiesta grande para la expresión y el gesto y me acoge a mi, en estas noches en las que no he podido resistirme a su invitación y he corrido hasta su encuentro ... Ando viviendo otra vez mis historias, mis personajes, mi vida.

lunes, 3 de mayo de 2010

… mejor no estar, olvidar, escapar…. No leer.















A propósito del intercambio entre Luis Enrique Perdomo Silva y Yodel de Carlos Pulido.


Duele leer. Jamás pensé que el corazón pudiera oprimirse de esta manera después que mis ojos pasaran la vista sobre las líneas. Quizás mi torpe manía de llevar el sentimiento así, a flor de piel y no resistirme a sentir, a vivir a plenitud, a escribir, es la que me propicia tal frustración. Las líneas que provocan esta inquietud vienen desde el talento, brotaron urgidas por un sentimiento similar al mío, pero distinto. Las ideas a veces suele viajar, por ríos encontrados, por trenes que circulan sobre una misma línea, por carros que se avistan de frente en la vía y de los cuales es ya imposible evitar la colisión.

Mis amigos Luis Enrique Perdomo Silva y Yodel de Carlos Pulido se enfrentan por estos días en un intercambio de criterios en temas puntuales acerca de la situación de Cuba, de la realidad que vivimos en la isla, de lo que puede o no decirse de un lado o del otro. Camagüeyanos amantes de su tierra, hombres de talento probado, ambos fueron mis compañeros en aquellos días en que juntos soñábamos hacernos periodistas, allá en la lejana Santiago de Cuba.

Confieso secretamente que de Yodel quería tener su irreverencia, su tremenda cultura, y su talento para la televisión. De Luis aquella habilidad para escribir siempre de manera sobrecogedora, para ganar concursos, para conquistar amores. He sufrido porque me vi admirando a Yodel en nuestras conversaciones en “el regular” o “el francés”, porque también yo en algún momento quise ser como él, aunque ahora sus palabras lo aparten de mi, así, de esta manera triste. Ahora Yodel escribe desde Brasil, armado de sus argumentos y también de mucho rencor… y ataca a sus compañeros, y los denigra, y los juzga como no han hecho ellos con él.

A Luis le vi crecer como jefe de nuestro periódico digital en tiempos de estudiante, como buen deportista, como gestor de importantes proyectos en los predios de aquella universidad que definitivamente está entre las mejores cosas de mi vida. Ahora Luis y yo desandamos juntos en Camaguey los mundos de la radio, la televisión, los blogs,…. y es mi amigo. A Luis le ciega la pasión. Defiende siempre sus ideas con mucha prestancia. Es un tipo de talento.

Duele ver cómo pueden a veces las decisiones de unos cuantos cambiarles la vida a otros, y llenar de odios y resentimientos sus corazones. No sé por qué siento como una espina en la garganta que hayamos perdido a Yodel, y que ahora escriba contra un sistema que se que jamás entendió, pero el cuál no tuvimos el valor de explicarle y mostrarle tal como es. Yo, sigo pensando en la eternidad de la virtud, en el valor de la tolerancia, en la importancia de conservar hasta la muerte principios y sentimientos, …y defenderlos a toda costa.

No juzgo las palabras, solo tristeza me han dado las líneas que vi. ¿Por qué tiene el odio que superar buenos recuerdos? ¿Por qué cubanos de aquí y de allá continuamos reconociéndonos ajenos, diferentes, distantes?. ¿Cuánto tiempo más es preciso que pase para que “hagamos ese templo hermoso donde viven todos los hombres en paz”, para que tengamos menos distancias, para que nos queramos y nos aceptemos tales cómo somos, cómo podemos ser, como nos permite la vida, las circunstancias, el tiempo?...
Y hoy prefiero regresar a los días de universidad en que los vi a los dos grandes ante mí. Poner manos en mis ojos y volver a aquellas horas de regular, pollos hervidos y tertulias en la Casa Azul. Mejor no haber crecido… mejor no estar, olvidar, escapar…. No leer.

viernes, 23 de abril de 2010

El muchacho de la campana


A Luis Martínez y Froylan Amaya, guerreros del tiempo que les tocó

Cuántas veces me he preguntado a mí mismo de dónde vienen las historias…. Por qué me empeño en contarlas si ellas pueden tejerse a sí mismas, si ellas tienen el don de explicarse, de crecerse, de llegar a tomar cuerpo y forma más allá de mis manos. ¿Por qué me empeño en contar lo incontable si soy un simple mortal que padezco los designios del tiempo, las penas del alma, la inconstancia perenne?... ¿A dónde voy con mis historias?

Ya sé que vivimos en un mundo de ruidos, que ellos llegan hasta nosotros también para explicarnos que estamos vivos, para hacernos saber que desde que comenzamos a sentir, allí dentro de esa cavidad oscura y húmeda que es el vientre primero, escuchamos, nos hacemos acompañar por ellos.

Pero estaba allí él, en ese sitio de sonidos extremos y pasados inciertos, al lado de la campana que en otros tiempos con sus toques llamó a misa y convocó a expurgar pecados y confesar penas. Había llegado como caballero andante quizás acompañado de sus más viejos escudos, esos que le hacían escapar siempre de la realidad dura de sus días, esos que le hacían irse de aquella ciudad que admiraba con sus ojos de guerrero desde la altura que le ofrecía el añejo campanario.

Estaba allí y lo custodiaba el rumor de las palomas, el ruido de las abejas que en una colmena cercana se empeñaban en hacer su miel. Y como siempre, estaba triste. Soñaba con una isla que no existió para él, porque fue de los que creyó alguna vez que en el hermoso castillo cabían todos. Se atrevió a ser diferente y le acusaron de cobarde, le auguraron que el trabajo enderezaría el árbol y tuvo que irse al surco para moldear el carácter y fortalecer el espíritu.


Por eso estaba en ese sitio, al lado de la campana. Intentaba saber si el ruido de las palomas, las abejas, la ciudad y sus gentes acallaban aquella tiranía tremenda, aquel sonido ensordecedor, aquel concierto desafinado de los acordes de sus penas. Ni siquiera el campanario y sus viejas historias de amores prohibidos entre monjas y curas le detuvo. Aquella tarde en que yo estaba allí, se fue hacia la ciudad por el camino más corto. Y aún el ruido, aquel ruido de su último grito cayendo en el vacío…. viene conmigo martillando mi mente, como la de los hombres y mujeres que en tiempos diferentes empujaron a otros a saltar desde otras alturas.


Desde entonces voy reguntándome a mí mismo de dónde vienen las historias…. Por qué me empeño en contarlas, si ellas pueden tejerse a si mismas, si ellas tienen el don de explicarse, de crecerse, de llegar a tomar cuerpo y forma más allá de mis manos. Por qué denuncio lo que muchos saben, si al final la vida cobra las cuentas a todos. ¿Por qué me empeño en contar lo incontable, si soy un simple mortal que padezco los designios del tiempo?... ¿A dónde voy con mis historias?...

miércoles, 21 de abril de 2010

De mi calle, errores, suciedades y recuerdos.


Miradla ahí, es mi calle.

Así está la pequeña arteria de esta ciudad donde por más de dos décadas he padecido las alegrías y tristezas de mi vida. Cuando era un niño, en sus aceras aprendí el arte de construir con mis propias manos una chivichana, una especie de vehículo sui generis hecho de madera y piezas de carros, con el cual me ensayaba como conductor. Allí intenté jugar a las bolas, hacer bailar los trompos, empinar los papalotes y molestar a la vecina del lado tan empeñada siempre en que mis pelotas no aplastaran sus plantas.

En esa calle me aventuré por primera vez a montar bicicleta y me debatí apegado a las rejas del balcón en mis días de adolescente soñador, sobre cuál rostro de los que pasaban por allí era el que me gustaba más y aspiraba a tener entre mis manos alguna vez. De ella he salido hacia ciudades cercanas y lejanas en mi tiempo de estudiante. De allí me he ido muchas veces a vivir otras experiencias, a vivir amores, a desentrañar misterios. A ella he vuelto siempre de todas esas andanzas con el alma llena, y siempre me alegré de verla, abriéndome sus brazos imaginarios y otra vez acogiéndome sonriente y feliz.

Sólo esta semana supe que por debajo de ese surco de asfalto agrietado viajaban también las aguas albañales de las 96 familias con las que hace todo este tiempo comparto mi vida. Las aguas que lavan sus cuerpos, las que limpian de ellos sus residuos de amor, las que trasladan los desechos del metabolismo humano, no pudieron aguantarse más dentro de la viejas tuberías de 25 años y decidieron salir a la superficie, para inundar el vecindario no solo con el placer de su compañía, sino con el encanto de su inconfundible aroma.

Dicen que la arreglarán pronto… pero ya no llego feliz a mi calle, después de muchas horas dedicadas al arte de contar noticias, y mostrar historias. Ahora veo a otros niños bordear con sus bicicletas los charcos y sortear los baches que inunda el agua de los amores y los desechos. Recuerdo entonces que parte de la vida es la suciedad y la podredumbre, y que yo, al igual que ella, he tenido épocas de inmundicias y desechos. Sé que a veces no he podido contener mis errores en los tubos de mi ser, y los he sacado afuera, para que purguen en la fetidez y el horror.

Esa que ved ahí es mi calle… y duele mucho saberla así … pero ella como mis faltas, es mía, me pertenece… y la amo.


miércoles, 14 de abril de 2010

El olor de La Habana.

Aunque muchos años tardé en descubrirlo ahora estoy seguro de que la magia de La Habana brota de su olor. Quien conozca la ciudad debe admitir que posee una luz propia, densa y leve al mismo tiempo, y un colorido inmenso, que la distingue entre mil ciudades del mundo. Ella fue desde su génesis el sitio donde confluyeron hombres y mujeres de muchas partes de la tierra. Sus días de fundación y primeras piedras se pierden en el tiempo.

El recuerdo de sus primeros habitantes se diluye en los vericuetos de la historia. Pero unicamente su olor resulta capaz de otorgarle ese espíritu inconfundible que la hace permanecer viva en el recuerdo, de cuanto forastero llega hasta sus predios. La Habana huele a mujer, a mar, a salitre. La Habana resume en sí misma la esencia de la vida, de la tierra, de las flores.


Ella mezcla el aroma de los camarones, los trozos de carne de cerdo, o el pescado que se fríe en el aceite, con el de sus autos, sus barcos y las muchas industrias que preñan su bahía de progresos y modernidad. Porque el olor de La Habana no es mejor ni peor, no es perfume ni es fetidez, y sobre todo no es puro, germina de la mezcla febril rezumada por una ciudad caótica y alucinante.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Breves horas en la tierra del Yayabo.


Fueron en verdad muy breves mis horas en Sancti Spíritus. La tierra del Yayabo, las guayaberas y otras leyendas aun por escribirse, me cautivó una vez más gracias a mi espíritu de viajero a toda costa. Esta vez me convocaban las sesiones del encuentro regional de Género y Comunicación, evento que cada dos años invita a reflexionar a los que ejercen el oficio de la palabra desde la radio, la televisión, el periódico o la web, y viven preocupados en cómo nos marca la cuestión milenaria de ser hombres o mujeres.


Llegué a la tierra de Serafín Sánchez con el afán de recorrerla de un punto a otro, más no me alcanzó el tiempo para tanto. Apenas el parque, la sede de la Biblioteca Municipal, la casa de los periodistas espirituanos y el Boulevard, me ayudaron a calar una ciudad que lucha por imponerse a pesar de la humedad de su río, y de los significativos estragos que tantos años de crisis económica y olvidos imponen a los cubanos.


Fue aquel surco de agua llamado Yayabo el que marcó la fundación de la ciudad. Por eso el puente que lo cruza, la vieja iglesia mayor y el propio parque que dedican al heroe mayor de aquella región, marcan los sitios más emblemáticos de la ciudad. Estatuas de personajes populares como el vendedor de periódicos o el pintor de murales, adornan un boulevard donde es imposible definir una uniformidad en estilos arquitectónicos de los edificios, los cuales parecen asistir a un concierto mayor en esa arteria.


Aquel es un sitio apacible, sin las grandes pretensiones de otras urbes cubanas mucho más dadas a la opulencia y el poder. Es una tierra de hombres y mujeres dispuestos a hacer cualquier cosa para que te lleves a tu casa uno de sus productos. Un paraje que en algunas de sus esquinas hace recordar al viejo Camaguey de tejas rojas, calles estrechas y ríos por todas partes.


Guarda la ciudad la mayor colección de guayaberas de las que se tenga noticias en el mundo. Tiene su museo hermosas piezas de la mueblería cubana del siglo diecinueve. Enseña su biblioteca el esplendor de aquellos años 30 en los que desde la tierra emergían grandes moles de hierros y concreto, en el más genuino de los eclecticismos.


Tuvo Sancti Spíritus para mí el encanto de los pueblos inexplorados, el afán de beber en pocas horas lo que necesariamente hay que tomar acompasado y dándose tiempo para disfrutar. Aquella es una ciudad situada en el centro de la isla, que vive su historia propia, y que ya mismo, entre plazas viejas, gente silenciosa y muchos bicitaxis, hace su presente.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Mi tiempo con Barnet


Hoy he sabido que en este 2010 el poeta, novelista y hombre hecho para el arte cumplió sus siete décadas de vida. La certeza de que aún es joven y de que está entre nosotros, y el placer de saberme entre sus más fieles lectores, me llevan ahora a rememorar aquella mañana de octubre en que toqué a su puerta, en que me recibió en su oficina de la presidencia de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba para conversar sobre la poesía de Antonio Guerrero.

Llegué yo a esa Habana de tantos sueños y emociones, con el propósito de acercarme a algunos de los poetas más encumbrados de la literatura nuestra. Para dialogar con esos hombres y mujeres que pudieran darme datalles acerca de si podía ser o no la poesía un arma de lucha en los más dificiles combates de los seres humanos. Allí en mi listado estaba él. No lo había visto nunca en persona, pero casi le sabía de memoria.

Desde aquel día cuando con apenas 15 años cayó en mis manos el texto que sirvió de inspiración a la película “La Bella del Alhambra”, su Canción de Rachel , siempre me pregunté de donde había venido este hombre capas de entretejer historias, hacer trascender los cotidiano, propiciar la comunión entre los seres humanos desde su replanteo de vidas que pueden ser tan comunes como el sol y la luna, pero que nos sirven a todos para crecer y ser mejores.

Luego vino la “Biografía de un Cimarrón” del centro de la isla. Desde mi adolescencia entendí que la isla nuestra iba a ser una amalgama de voces blancas y negras, y que lo verdaderamente importante era aceptarnos similares y avanzar juntos. Tiempo después reviví las historias de aquel “Gallego” que se quedó definitivamente en La Habana para dar nuevas lecturas a nuestra cubanidad, la del patriota de “La Vida Real” que se fue de su tierra y desde entonces no pasó un día sin que no la extrañara.

También pasaron por mis lecturas primeras su poesía conversacional, su gusto por los estudios etnológicos, su pasión por comprender de donde venimos y hacia donde vamos, sus ensayos en torno a la cultura nuestra. Por eso en aquella mañana de octubre en su oficina mis piernas temblaban. Yo debía mostrarme seguro, como exigen los viejos manuales de periodismo ha de ser todo encuentro importante.

Sin embargo Miguel Barnet me liberó de todas las tensiones desde su plática sincera y siempre abierta a las más enconadas polémicas. Desde la primera taza de café que me brindó, donde reconocí estampada una antolológica imagen de Wilfredo Lam, desandamos los caminos de la poesía cubana. Anduvimos atentos a los abrazos de Heredia, los suspiros de Martí, el toque de tambor de Guillén y los balbuceos de otros autores más contemporáneos. Me ayudó el poeta a entender que talento y sensibilidad no son las únicas respuestas para quienes intenten hacer versos, se precisa de una convicción de un compromiso, de una idea.

Con él supe que la poesía viene a las almas de los grandes así, por que sí, y que buscarle explicaciones, encasillarla dentro de conceptos, es quitarle las alas que por siempre debe llevar ella para sí misma y para sus artistas. Cuando la conversación se hizo más intensa, con su habitual carisma me despidió. Otros asuntos reclamaban su presencia en un sitio al que no podía llevarme.

Me dio uno de sus últimos libros autografiados de manera especial, el cual alguna vez regalé a otro poeta en ciernes, que quisás jamás lo haya vuelto a abrir, y me fui de su oficina con el alma llena de versos y la pasión ecendida por aquel encuentro… Otra vez volví a sus historias de cimarones, de mujeres corroídas por los avatares de la vida , a las vivencias contadas desde sus palabras de esos emigrantes que aquí o alla, lucharon por ser, por estar, por existir…


Aquel día también hablé con Pablo Armando Fernández en su enorme casona del reparto Miramar, en la tarde me fui al encuentro con Cesar López, quien a pesar de su voz entrecortada, todavía se resiste a vivir lejos del mar…. pero mi encuentro con Miguel Barnet vuelve ahora que sé que cumple sus siete décadas de existencia, el autor de algunos de mis libros preferidos... y está alli, guardado para siempre, entre las mejores cosas de mi vida.