Al hombre mecánico lo encontré un día de junio en la ciudad de ríos enormes, puentes de hierro y palacios derruidos. Había salido del taller de cosas inservibles, para vivir su propia historia de tornillos, tuercas y sonidos de metales crujientes. Venía con una capa negra sobre su cuerpo, haciendo sonar siempre aquel mecanismo inentendible de piezas nuevas y viejas, de manos y brazos enormes, de dedos siempre uniformes y hermosos. Antes había vivido el hombre una infancia feliz, entre trozos de camiones usados en zafras de metas infructuosas, o en la compañía de aquellas verjas y capiteles que de tan amadas se hicieron suyas con el tiempo.
El hombre mecánico amó las letras desde chico, el francés, la historia, la aventura. A fuerza de lucha y tenacidad, dio sus primeros pasos por la vida. Se levantó de la esquina fría y caminó sin vacilación por senderos siempre difíciles. Se armó de libros, de poemas, de imágenes que fueron eternas después gracias a su sensibilidad y su talento. Recibió entonces la incomprensión de quienes le eran cercanos, el reproche de quienes no entendieron que detrás de aquella amalgama de piezas conectadas por los caprichos de la vida, palpitaba también un corazón de hojalata dispuesto a regalar a los demás lo mejor de su savia.
Al hombre mecánico hubo tiempos en que le flaquearon las fuerzas, entonces se hizo de corazas para que el acero de su cuerpo no lo oxidara el salitre, o el viento perenne de la ciudad donde habita. Hasta su antiguo taller se llevó muchas veces a algunos viajeros que se aventuraron a acompañarle, en una búsqueda siempre infructuosa de un poco de ternura, para su vida de constantes ajustes, desniveles, y nombres troquelados sobre su cuerpo.
Otras peripecias le obligan a ajustar constantemente el mecanismo de su existencia, en una lucha contra el tiempo, que ni siquiera las miles de tuercas, tornillos, o arandelas que introduce diariamente en su estructura evitan que sus piernas sean ya menos duras, y que sus ánimos sean mejores. Pero el hombre mecánico batalló a toda costa y se hizo grande. Creció a la par de las historias que vivió y tiempo después pudo contar, en un espacio creado para sí y para los demás.
Y aquella noche de junio yo y el hombre mecánico desandamos los caminos de la vida. Nos encontramos en un diálogo fértil y feliz que nos llevó por senderos de montañas en bicicletas sin sentido, que nos convidó a saltar juntos barreras y obstáculos, a mojar nuestros cuerpos en las aguas de los ríos o en los mares donde descansan barcos de hierros, que nos hizo creer en la eternidad de la amistad, en el valor del amor, en la importancia del respeto y la comprensión.
Y un año después aun yo busco al hombre mecánico en la inconsistencia de su taller y le veo venir siempre sonriente, articulando aquellos mecanismos que en un tiempo me hicieron creer que también yo podía volverme de acero, que en una época me hicieron soñar, y que me invitan, cada vez que amanece, a pensar en cuanto hemos de aprender de las leyes de la mecánica, en la eternidad de las máquinas, en la belleza de ese crujido de metales cuando mueve su cuerpo.
El hombre mecánico amó las letras desde chico, el francés, la historia, la aventura. A fuerza de lucha y tenacidad, dio sus primeros pasos por la vida. Se levantó de la esquina fría y caminó sin vacilación por senderos siempre difíciles. Se armó de libros, de poemas, de imágenes que fueron eternas después gracias a su sensibilidad y su talento. Recibió entonces la incomprensión de quienes le eran cercanos, el reproche de quienes no entendieron que detrás de aquella amalgama de piezas conectadas por los caprichos de la vida, palpitaba también un corazón de hojalata dispuesto a regalar a los demás lo mejor de su savia.
Al hombre mecánico hubo tiempos en que le flaquearon las fuerzas, entonces se hizo de corazas para que el acero de su cuerpo no lo oxidara el salitre, o el viento perenne de la ciudad donde habita. Hasta su antiguo taller se llevó muchas veces a algunos viajeros que se aventuraron a acompañarle, en una búsqueda siempre infructuosa de un poco de ternura, para su vida de constantes ajustes, desniveles, y nombres troquelados sobre su cuerpo.
Otras peripecias le obligan a ajustar constantemente el mecanismo de su existencia, en una lucha contra el tiempo, que ni siquiera las miles de tuercas, tornillos, o arandelas que introduce diariamente en su estructura evitan que sus piernas sean ya menos duras, y que sus ánimos sean mejores. Pero el hombre mecánico batalló a toda costa y se hizo grande. Creció a la par de las historias que vivió y tiempo después pudo contar, en un espacio creado para sí y para los demás.
Y aquella noche de junio yo y el hombre mecánico desandamos los caminos de la vida. Nos encontramos en un diálogo fértil y feliz que nos llevó por senderos de montañas en bicicletas sin sentido, que nos convidó a saltar juntos barreras y obstáculos, a mojar nuestros cuerpos en las aguas de los ríos o en los mares donde descansan barcos de hierros, que nos hizo creer en la eternidad de la amistad, en el valor del amor, en la importancia del respeto y la comprensión.
Y un año después aun yo busco al hombre mecánico en la inconsistencia de su taller y le veo venir siempre sonriente, articulando aquellos mecanismos que en un tiempo me hicieron creer que también yo podía volverme de acero, que en una época me hicieron soñar, y que me invitan, cada vez que amanece, a pensar en cuanto hemos de aprender de las leyes de la mecánica, en la eternidad de las máquinas, en la belleza de ese crujido de metales cuando mueve su cuerpo.