sábado, 10 de septiembre de 2011

Ecuador, un año después


Un año ha pasado desde que llegué a las tierras de la mitad, desde que desando los caminos del Gran Inca, de Atahualpa, de Bolívar, de Sucre. Un año desde que avión de Copa Airlines despegó de La Habana, para oprimir mi corazón e iniciar entonces la mayor de las aventuras de mi vida. Me sorprende entonces de cuán rápido se va el tiempo, de cuan efímero es todo lo humano, de cuanto puede cambiarnos la distancia. Por eso en este año de ir y venir, de creer y descreer, de entender y discrepar, llega entonces el tiempo de recuento.

Viví mis primeros días entre sorpresas y alegrías. Me sorprendí en un súper mercado sin poder elegir entre 14 tipos de quesos. Disfruté de la intensidad de la pintura de Guayasamín en la Capilla del Hombre, de la destreza de los escultores y artistas de la Escuela Quiteña en los museos de la ciudad, de la arquitectura de la primera urbe declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad. Supe de la ferocidad de la derecha no conforme con que la izquierda gobierne, en aquel intento de golpe de estado el 30 de septiembre. Vi maltratos y sangre, fue horrible. Recorrí carreteras que parecen más obra de los dioses que del hombre mismo. Estuve en Guayaquil, la preciosa ciudad heredera de tantas tradiciones, con una identidad propia, con un futuro diferente. En 11 provincias ecuatorianas puse mis pies ya. Supe de volcanes con copas forradas por nieves perpetuas, de poetas que cantaron a la naturaleza y la historia, de músicos en los que vibra el más puro lamento andino.

En Ecuador experimenté los sentimientos encontrados que produce la distancia. Supe a veces de discriminación y agravios por venir de donde vengo, pero a todo me sobrepuse. Sufrí la intolerancia de quienes no me comprendieron en la isla. De lejos asistí a la titulación de grado de Máster de mi madre y mi padre, al fin de año, a las celebraciones por otro aniversario de la Revolución, al día de la Prensa Cubana, al primero de mayo. Muy triste estuve con la idea de que once meses después ya no podré portar un carnet de identidad o sentirme totalmente cubano, por medidas absurdas e intolerantes. Ahora siento que gente demasiado importante se me va, las pierdo entre mis manos, víctimas de mis decisiones y mis miedos. Sin embargo Ecuador me ha dado las emociones de nuevos amigos, las de socializar con periodistas de otras formaciones y corrientes. Ha sido el sitio que ahora me otorga la oportunidad de estudiar otro programa de Maestrías en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, una de sus más prestigiosas instituciones del continente.

Por eso en este 11 de septiembre de tantos recuerdos y añoranzas, miro atrás y ya no se qué cosa sentir. Han sido doce meses de conocer, entender, visitar, extrañar, comer, reírme, dormir, bailar, comparar, ayudar. Pero si me pidieron solo un verbo para calificar este último tiempo de mi vida, esta aventura en las tierras de la mitad del mundo, solo tendría que ser APRENDER, porque he aprendido como recién nacido. He sido el mejor de los alumnos de esa tremenda escuela que es la vida.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Luces rojas que regalan sonrisas…


Sus historias pueden ser como las nuestras. Sus sueños no son menos loables que los que hemos tenido alguna vez. Sus manos, sus trajes, y sus bolos arrancan sonrisas de quienes transitan por las calles de Quito, y se detienen en uno de los semáforos de las grandes avenidas. Son jóvenes, a veces hasta niños, pueden ser ancianos, hombres o mujeres. En sus cabezas cuelgan caracoles, trenzas enormes, drelos al más puro estilo jamaicano. Su atuendo es todo color, como anunciando el carnaval de ilusiones truncadas por una sociedad que les niega la oportunidad de crecer y desarrollarse por su incitación constante al consumo. No tienen escenario mejor que las esquinas, que las acercas, que los contenes de la urbe que se place de ser cuna de grandes pintores, escultores y hombres de pensamiento. Son los artistas de la calle, y para ellos regalo estas líneas.

Conocí a Cristam Alberto caminando por aquí. Vino de Uruguay detrás de una novia ecuatoriana que le rompió el corazón. Maneja con una destreza asombrosa cinco bolo, con los cuales dibuja sobre su cabeza las más impensables figuras. Trabaja en la intersección de las avenidas de Los Shyrys y La República, y tras la luz roja del semáforo, espera que su número le deje algunas monedas que al final del día le alcanzarán para pagar el hostal que comparte con sus amigos, y para comer algo. Sonia en cambio es una maestra del equilibrio. Su pelo peinado a la más ortodoxa de las maneras, se eleva por los cielos cuando hace una torre humana, coronada por sus paletas de llamas también moviéndose en todas direcciones. Julián es casi un niño. Tiene una nariz roja, unos zapatos enormes y puede caminar así por una cuerda casi tan fina como sus dedos. Muestra los ojos de la tristeza de los artistas mal pagados, pero lo hace para ayudar a su familia.

El circo de la calle en Quito no tiene carpa, jaulas o camerinos. No traslada animales exóticos. No se anuncia con un carnaval de cornetas, o con la algarabía de épocas anteriores. En los tiempos de los jets, las comidas para perros y gatos, en la era de los teléfonos inteligentes, las tarjetas de crédito, o los cosméticos cada vez más sofisticados, hay gente que hace de este arte el medio de subsistir, la vía para comer, para seguir aquí. Hoy una iniciativa de la Vicepresidencia de la República de conjunto con el Circo du Solei de Canadá, tratará de darle dignidad a quienes optan por el oficio de hacer sonreír. Mientras tanto ellos siguen allí, otorgando una peculiaridad a esta ciudad marcada por su condición de mitad. Y me sirven a mí, para evocar aquellos días en mi ciudad sin semáforos, donde el circo era toda una aventura, donde la gente tiene lo básico, donde viven y son más felices, y hasta sonríen, con menos que aquí.