martes, 23 de noviembre de 2010

La Iglesia de la Compañía de Jesús, otra muestra de la grandeza americana.

Este continente nuestro sigue asombrándome por su riqueza y diversidad, por la belleza de sus lugares, por la exuberancia de sus paisajes, por las cosas que han conseguido hacer sus hombres y mujeres. Por eso en aquellos días primeros de mi estancia en Ecuador, no pude menos que hacer silencio, ante la majestuosidad de aquel templo construido por los sacerdotes jesuitas, el cual adorna la ciudad de Quito, esgrimiéndose hoy como la obra cumbre del barroco latinoamericano.


La Iglesia de la Compañía de Jesús, huella palpable de la riqueza que lograron tener aquí aquellos hombres de sotanas constructores de fe y nuevos mecanismos de explotación, fue inspirada en dos emblemáticos templos jesuitas romanos, el II Gesú y el San Ignacio. La nave central cubierta por una bóveda de 26 metros de altura, es un importante aporte a la arquitectura colonial de la ciudad Luz de América, del jesuita italiano Marcos Guerra, quien colaboró también con la construcción de las cúpulas ubicadas en las naves laterales y la mayor del crucero. El templo fue levantado durante unos 160 años, por manos de innumerables artistas de la Escuela Quiteña, quienes perpetuaron su habilidad y entrega, su paciencia y dedicación, su talento de manos indias y mestizas, para tallar y dorar en fina lámina de oro de 23 kilates, cada centímetro de la iglesia.

El sitio parece más un recinto de los dioses que de los hombres mismos. El oro por toda partes, la sensibilidad para tallar imágenes, la paciencia para levantar altares, el gusto para decorar y diseñar espacios, son evidentes. Al pincel de Hernando de la Cruz se le atribuyen los dos grandes lienzos originales del Infierno y el Juicio Final, ejecutadas en 1620. La fachada es una sobresaliente obra del estilo barroco, construida con piedra gris de origen volcánico. La leyenda cuenta del fugaz paso de Mariana de Jesús, la primera santa ecuatoriana, que se consagró en este templo y lo escogió para morar para siempre.

La iglesia tuvo una torre que en un tiempo fue la más alta de la ciudad. Un movimiento telúrico la derrumbó definitivamente en 1868. Durante los últimos años un fuerte proceso de restauración integral intenta devolver a este edificio el explendor de sus primeros días, aunque la verdad no necesita mayores artificios que ese regalo para la vista y el corazón que significa seguir las líneas de su fachada, y su conjunto general.

Así se alza la capilla eterna y tremenda para contarnos sus propias historias, para denunciar la injusticia de los españoles que enseñaron a los indígenas de por aquí a pintar, y luego no quisieron que estos firmaran sus cuadros por saberse superados en técnica y estilo. La piedra habla a los hombres de hoy, les dice cuan injusta fue a veces la fe, pero cuanto consiguió en ese afán de eternizarse como fuerza dominadora de pensamientos y acciones. Ante la grandeza de América y sus construcciones, volví a sentirme pequeño, volví a estar orgulloso de una tierra que se mantuvo propia, a pesar de imposiciones y dominios.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Un día para los muertos

Desde que hace millones de años el hombre del Neanderthal comenzara la práctica de enterrar a sus muertos, muchas son las interpretaciones que hemos dado los seres humanos a ese momento supremo en que los nuestros dicen adiós a la vida. Para unos no hay mejor homenaje que las lágrimas, las vestiduras de negros y la tristeza total, para otros las flores, las velas y el incienso se combina con comidas, alegrías y la posibilidad de recordar los gustos y preferencias del finado.


Este primero de Noviembre Ecuador rinde culto a sus muertos en una ceremonia que al menos a mí, me impresiona por su significado y trascendencia. Las familias van hasta los cementerios donde organizan verdaderos banquetes y donde al ritmo de la música salida de las guitarras, pianos o los más tradicionales instrumentos, comparten una bebida especial que deciden llamar “colada morada”, y una especie de pan, donde puedes adivinar cuerpos y rostros de niños y al que nombran “guaguas”. Es tiempo de fiesta y celebración y el recuerdo para esos que no están en el espacio físico de sus vidas, es el pretexto mayor para que se haga la fiesta.



Hasta los cementerios más intrincados del país llegan todos con flores, velas, plantas aromáticas y oraciones en nombres de planes y propósitos mayores. Avanzan por caminos polvorientos, por senderos diminutos o grandes autopistas. Van con plegarias, instrumentos musicales y envases de comidas. Para mí todo resulta extraño y conmovedor, para ellos un acto tan sencillo, como el de recordar, homenajear, rendir tributo.



Mis muertos descansan allá donde las aguas son más salobres, donde se entierran en ataúdes de pino sin muchos artificios, donde se hacen acompañar a veces de flores casi secas, por eso no tengo motivos para “colada morada” o “guaguas” en esta tierra. Pero estar, participar de esta locura que es el día de los muertos en Ecuador, me obliga a pensar en cuán distinto somos los seres humanos, me invita a reflexionar en cuál es el verdadero significado de ese momento supremo en que debemos decir adiós a quienes estuvieron sólo un tiempo en nuestras vidas. Continúo así, expectante e impresionado, por las bellezas de un continente que tiene en su gente el mejor de los atractivos. Sea este día, el tiempo para aprender, comprender, recordar.