martes, 19 de octubre de 2010

Unas líneas para el mar

Estas líneas se las debía al mar. He tenido que esperar a tiempos mejores de espíritu y sosiego para hacérselas como tiene que ser, como dios manda. Se las debía desde hace ya más de una semana cuando un mes después, volví a verle en su inmensidad, en la provincia de la costa ecuatoriana que todos llaman Esmeralda. Allí fue mi encuentro otra vez con esa masa de agua enorme que desde los más remotos recuerdos de mi vida me ha cautivado. Será por aquello de haber nacido y vivido la mayor parte del tiempo en una ciudad mediterránea, la razón que explica por qué vivo constantemente fascinado por el embrujo del sonido de las olas rompiéndose en la costa, el olor del salitre y el viento acariciando mi rostro.


A Esmeraldas llegué después de más de 8 horas en un autobús que me condujo por una carretera mas parecida a una obra de los dioses, que de los hombres mismos. Aquel es un paraje de la costa, donde la presencia de descendientes de africanos es notable. Hace calor y entonces la gente anda en sandalias, camisetas, shores y blusas cortas en cualquier sitio de la ciudad. Puedes escuchar que suena un tambor en una esquina, o sorprenderte con la risa estrepitosa de sus moradores, que se saludan de besos en las calles, que se reparten abrazos y no escatiman piropos para sus mujeres. La gente allí es sencilla y familiar, cosa que puedes notar andando por sus calles.


Famosa por su puerto, sus refinerías de petróleo, la belleza de sus playas cercanas que la convierten en un destino turístico del país, y la riqueza de una cultura que tiene a los elementos de la flora y la fauna como cosas esenciales, este enclave defiende su derecho a considerarse “La Provincia Verde de Ecuador”, por el cuidado que ponen a la idea de que hombre y naturaleza vayan juntos, protegiéndose y sirviéndose mutuamente. Es sitio de ríos vertiendo sus aguas en la inmensidad, es lugar donde se hacen nuevos puentes y carreteras, donde la revolución ciudadana del presidente Correa trae esperanzas y bienestar. No tiene el cosmopolitismo de Quito, no tiene las grandes avenidas ni los edificios altos, su encanto radica en ese mar acariciándola por todas partes, en ese río marcando los destinos de sus moradores.


Y a pesar de que en Esmeraldas me regalaron el placer de otra vez comer comida hecha por cubanos, de saber de la hospitalidad de una familia ecuatoriana, a pesar de que allí estuve a pocos metros de ese ídolo de la industria cultural que es Mirian Hernández en uno de sus conciertos, de que salí sin temor, de que hablé con la gente, y conocí de pobrezas e historias difíciles, lo mejor de aquel viaje fue mi reencuentro con el mar. El Océano Pacífico en su total inmensidad me regaló el verde de sus aguas, la ferocidad de sus olas, el gris perenne de sus arenas. Frente a su grandeza volví a recordar el Mar Caribe nuestro tan distinto. Medité en esa bendita circunstancia del agua por todas partes en la ínsula, que nos hace ver como terribles los viajes a otra parte, y que nos obliga a envidiar a quienes alguna vez lo consiguen.

Y fui feliz de conocerle porque el Pacífico fue para mí en esos días de Esmeraldas. Y aunque no pude mojarme en sus aguas, frente a él, sólo pude evocar las aguas mías, las de descubridores y piratas, las que atribuyen a Yemayá, las que son protagonistas de historias de vírgenes llegando sobre tablas de madera, las que supieron de héroes sobre goletas dispuestos a hacer la primera independencia, la de expedicionarios con barbas, las que guardan también en silencio los lamentos de otros que buscaron sueños menos nobles, pero sueños al fin lógicos y respetables, las aguas, mis aguas, que son mas cálidas, más tiernas, las aguas que aún me esperan desde el día en que me fui.

jueves, 7 de octubre de 2010

Aquella cosa horrible en mi garganta...

Memorias del intento de un golpe de estado en Latinoamérica.

El recuerdo del efecto de los gases lacrimógenos cocinando mis ojos, y las imágenes de los policías reprimiendo a los estudiantes universitarios en la Avenida América, son el recuerdo más vivo que queda en mi mente del intento de golpe de estado perpetrado contra Rafael Correa, presidente constitucional del Ecuador en el último día de septiembre.
Quiso el destino que fuera testigo yo, de sucesos antes leídos sólo en los libros, reflejados por otros colegas periodistas o simplemente relatados desde el lente de profesionales y artistas en otras latitudes siempre ajenas a las mías… Pero esta vez la vida me puso aquí, en el vórtice del apetito y la rapacidad de los oligarcas inconformes de nuestro continente.
Estaba yo bien cerca de mi patria cuando sentí el ruido de las sirenas. Policías y estudiantes se enfrentaban en un combate frontal y con la calle como campo de batallas. Los unos con balas de gomas, gases y la amenaza constante de hacer disparar sus fusiles y pistolas, los otros con palos, piedras, banderas con la imagen del Che y pañuelos sobre sus bocas.
Se anunciaba cadena de radio y televisión y todos pasaban de oído en oído la noticia. Era inevitables el caos y la desobediencia civil. Entonces las gomas quemándose, y los negocios cerrando, y las ambulancias hacia todas partes, y la sangre saliendo de sus cabezas, sus brazos, sus cuerpos todos. Minutos antes un presidente vejado en el cuartel de los chapas sublevados, un presidente secuestrado en un hospital, el caos en un país empeñado en hacer una revolución ciudadana que por primera vez dota a sus hijos de escuelas y hospitales gratis.
No voy a contar lo que ya todos vieron. Las imágenes dieron la vuelta al mundo. Sólo pretendo no olvidar el efecto de aquel gas horrible penetrando en mi nariz, aquella imagen atroz de un policía golpeando a un muchacho joven y de pelo largo, mientras se arrastraba por el piso intentando huir de sus manos.En ese instante supremo de mi vida, recordé mis días de universitario en la isla de las palmas y el mar azul, como me gusta siempre decir. Me vi eligiendo a los dirigentes de la organización que nos agrupaba, me supe organizando galas artísticas, compitiendo en aquellos juegos interfacultades donde la rivalidad era el pretexto para nuevos amigos y nuevos amores.
Sólo el efecto del gas en mi garganta cortó tales recuerdos. Fue como si una llama penetrara en tu boca y tu nariz y entonces te impidiera pensar. Sólo te aferras al oxígeno, como ha de aferrarse un león a su presa cuando le supera el instinto, la necesidad de alimento. Caes al suelo vencido por el miedo y el horror. Y los gritos de todos los decibeles, la gente como tú extendiendo sus manos como si el aire pudiera ser algo palpable, como si en ese momento anduviera dándose en ración y nadie quisiera perder la suya. Y todos preguntándose hasta donde es capaz de movernos el odio, hasta donde es posible que dejemos de reconocernos hermanos cuando mueven a los hombres sentimientos tan mezquinos.
Ahora que avanza Octubre y respiro un aire mejor, no me olvido de aquel mediodía de Quito donde fui uno más en sus calles. Aquella noche en Carondelet en que mi puño estaba allí para denunciar el atropello y la injusticia. Hoy buscan responsables, condenan posiciones y cada quien hace su propio relato de lo acontecido. Yo solo no puedo olvidar aquella cosa horrible en mi garganta, aquel intento de aferrarme a la vida, aquel pueblo alzado y en defensa de sus sueños y esperanzas.
Desde entonces entendí mejor a Cuba y me sentí más orgulloso de su gente, más feliz de que tengamos una tierra incomprendida y llena de muchos que no comprenden, pero tranquila, nuestra, única, tremenda.